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Confieso que cada vez que el Gobierno –sea autonómico o central- anuncia una rueda de prensa sobre las medidas que va a adoptar para combatir el coronavirus me echo a temblar. Entonces, cojo papel y boli, activo mis cinco sentidos y confío en mi capacidad ... de entendimiento para comprender la maraña de órdenes que saldrán de la boca de los portavoces políticos dispuesto a no desfallecer a la primeras de cambio. Nada que ver con las que ofrece Pedro Sánchez, para las que he encontrado la solución perfecta asaltando la nevera y tomándome una bebida energética con la que superar el sopor.
Las comparecencias ante los medios de comunicación de la semana pasada fueron la bomba. En la primera, el ministro de Sanidad “explicó” cómo van a ser las Navidades de este año. ¡Ja! Como si de un complejo ensayo de filosofía se tratara, Salvador Illa desgranó una serie de restricciones “de obligado cumplimiento” según las cuales no podremos viajar entre las comunidades autónomas desde el 23 de diciembre hasta el 6 de enero. Bueno, tampoco es así exactamente. Si tenemos familia, sí podemos desplazarnos para ir a verla. Incluso si tenemos algún allegado, espécimen muy cotizado en estos momentos y cuyo origen etimológico estudia la Real Academia de urgencia, también nos autorizan a movernos.
En las cenas y comidas de Navidad, solo podrá haber diez personas en la mesa. Los niños cuentan. El cuñado, también. El perro, aunque lo queramos más que al cuñado, no. Todo debe ser virtual: carreras populares tipo San Silvestre (este año no se suda), cabalgatas de Reyes (guarden los paraguas, que tampoco hay caramelos), uvas en plazas mayores (así nos evitamos el ridículo de los gorritos y los matasuegras en público) y hasta la misa del gallo que, en caso de celebrarse, debe ser sin villancicos en directo y con música pregrabada (vamos, en playback). Por cierto, no mojen del mismo plato. No es broma.
Hay muchas más, pero no voy a aburrirles. Además, el acuerdo al que llegaron los consejeros de Sanidad con el ministro tenía una coletilla final demoledora, según la cual cada comunidad autónoma podrá hacer finalmente lo que le venga en gana. Y algunas ya han empezado a diferenciarse, que es lo que mola. La Comunidad Valenciana, por ejemplo, ha dicho que las mesas deben ser de seis. Castilla-La Mancha planea la apertura perimetral de la comunidad solo para los días 24, 25 y 31 de diciembre y también el 1 de enero. Extremadura ha llegado a recomendar que en los bares no se ponga música de ambiente ni sonido a las televisiones para evitar la propagación por aerosoles. El País Vasco, como no podía ser de otro modo, anunciará mañana sus particularidades. Madrid, ya saben... a su bola.
Al día siguiente, nuestro vicepresidente Igea mostró su total adhesión a lo acordado en el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud y aprovechó para explicar las medidas que van a regir en Castilla y León durante los próximos días. Así, Salamanca, como ya llevaba varios días por debajo de los 400 contagios por cada 100.000 habitantes en las últimas dos semanas, podía unirse el viernes a Segovia y Ávila y abrir su hostelería, centros comerciales y gimnasios. León, aunque en ese momento superaba la cifra estipulada por el “sereno de la región”, también podía unirse a la fiesta. E, imbuido por el espíritu navideño, al resto de provincias –a excepción de la ciudad de Burgos- les obsequió con la apertura de las terrazas. “Hay que tratar a los ciudadanos como mayores de edad”, dijo tan orondo.
Después del galimatías restrictivo en el que vivimos, su frase retumbó en mi mente y llegué a preguntarme si alguna vez quienes han estado obligados a tomar decisiones durante estos nueve últimos meses nos han tratado verdaderamente como adultos. La respuesta fue sencilla.
¿Tan complicado es poner en manos de auténticos expertos independientes la gestión de la pandemia en todo el país? ¿Tan complejo resulta dictar solo medidas que puedan controlarse eficientemente? ¿Tan difícil es dejar de tratarnos como a niños?
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