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Durante mis dos años como corresponsal en Colombia, tuve ocasión de enamorarme del español que se hablaba en Bogotá: dulce como la guayaba madura y ... musical como el acordeón de Alejo. Era un español inmaculado y exquisito, sin una palabra malsonante, que iba arrastrándose, suavemente, a medida que viajabas hacia el paisa antioqueño. Ahora forma parte de lo que algunos quieren denominar “ñamericano”. No termino de entender por qué. A nadie se le ocurre cambiar de nombre al inglés, aunque sea desde Estados Unidos y no desde Inglaterra donde esta lengua ha conquistado la cultura global. También oigo hablar últimamente del “spanglish”, supuestamente un paso evolutivo el en que convergen el inglés y el español en una suerte de fornicio léxico y morfológico, que se abre paso en el avance del siglo XXI. No debe escandalizarnos. Las lenguas son seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren. Lo que hoy son hablas, acentos o texturas bien pueden mañana tornar en sistemas lingüísticos efectivos para una nueva comunicación y una nueva forma de entender y expresar la existencia. Y sin duda en el mestizaje más apasionado hunde sus raíces la evolución. No nos pongamos puristas. Al fin y al cabo, antes de ser español fue romance, una degeneración del latín a ojos del Imperio, y terminó dando a luz una obra universalmente incontestable como el Quijote.”El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda”, pone Cervantes en boca del licenciado, camino a las bodas de Camacho.

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