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EL pasado domingo un rebaño de merinas volvió a recorrer el centro de Madrid. En medio de la gran expectación que tal trasiego de ovejas ... levantaba, no faltaron muestras de sorpresa, alegría y algún que otro vituperio por esa repentina invasión de las calles en el corazón de la ciudad. El paso de mil ovejas y cien cabras balando y dejando sobre el asfalto visibles muestras de su transitar, no dejó indiferentes a cuantos curiosos se agolparon para contemplar tan inusitado espectáculo. Músicas tradicionales, atuendos pastoriles, aperos y arreos propios de la trashumancia vinieron a recordar que las cañadas siguen aún vigentes, aunque hoy día resulte un tanto anacrónica la costumbre de respetarlas. De hecho, en muchos lugares – la provincia de Salamanca ofrece ejemplos— cañadas y cordeles se han visto invadidos por cultivos, caminos, carreteras y construcciones incontroladas que borran una parte de esos ancestrales itinerarios ganaderos. Es el sino de los tiempos en los que cuesta trabajo creer que existen sobre la península más de cien mil kilómetros de recorrido trashumante entre cañadas, cordeles, veredas y coladas; toda una red viaria que proporcionó durante siglos riqueza y prestigio a la Corona española.
Hoy, la ganadería en general, y la trashumante en particular, está en sensible decadencia. Entre unas cosas y otras, la rentabilidad es cada vez menor. Salvando equivalencias y a título de ejemplo, un cordero se vende ahora casi al mismo precio que hace treinta años. Los censos ganaderos atestiguan de forma palmaria el continuo descenso de una actividad que por mucho que nos la adornen con ropajes ecológicos, sostenibles, asentadores de población y otras zarandajas, va de capa caída. Ya no hay un solo lavadero de lana en España, y quienes siguen apostando por el futuro de ese producto natural lo hacen desde un voluntarioso optimismo digno de encomio y con la esperanza de que lleguen tiempos mejores. Llegarán, sin duda.
Entretanto, peligra la cultura asociada a esas migraciones periódicas en las que durante siglos nuestros antepasados buscaron los mejores pastos para su ganado. Ahora, toda la enorme riqueza léxica del entorno pastoril, el cúmulo de expresiones, dichos, refranes y sentencias, al igual que la denominación de enseres y utillaje, toponimia e incluso gastronomía, se hunden en el olvido. La pervivencia de apellidos como Pastor, Cordero, Carnero, Borrego, Cabrero, Ovejero, Boyero, etc. nos remite a esa cultura que se pierde en la noche de los tiempos. Y si digo que “la borra primala anda morionda y hay que echarla al morueco” puede que el interlocutor urbanita parpadee estupefacto y piense, acaso con razón, que los únicos rastros que van quedando de ese mundo pastoril son las cagarrutas de las ovejas en la Puerta de Alcalá.
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