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Esta semana se celebró el día de la mujer rural. Es muy fácil idealizar y sublimar desde la perspectiva actual, confortable y acomodaticia, la dureza ... y la cruda realidad en la que se desarrolla la existencia de un amplísimo sector de la población mundial. Acaso por ello, la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió en 2007 que se recordara a esos millones de mujeres que viven (o malviven) y trabajan en un medio ingrato y adverso, cuando no abiertamente hostil. Porque la mujer siempre ha tenido un papel muy significativo en el mundo rural. Hasta el punto de que, según informes de la FAO, las mujeres rurales representan al menos un 50 por ciento de la fuerza laboral agrícola en los países en desarrollo.
Algunas estadísticas, en su afán de cuantificar y diseccionarlo todo, sostienen que en España la mujer que trabaja en el campo desempeña cometidos que, en conjunto y desde el punto de vista teórico, se distribuyen en cinco horas diarias de trabajo fuera de casa y ocho de tareas domésticas. Esto será ahora, porque en tiempos no muy lejanos podría decirse que las veinticuatro horas del día eran de trabajo ininterrumpido: hasta durmiendo la mujer debía preocuparse de las labores del día siguiente. Constituía, en este sentido, el perfecto ejemplo de lo que ahora se denomina pluriactividad. La mujer ha estado inmersa en un mundo donde primaba la masculinización del medio rural, en el que el varón imponía su jerarquía patriarcal. Durante siglos, abuelas, madres e hijas, oficialmente invisibles todas ellas, llevaron a cabo los mismos menesteres, idénticas tareas asumidas con resignación, porque no había otro modo de entender la vida.
Por lo que recuerdo de mi infancia, las madres tenían que ocuparse de enviar a la escuela a los hijos con los que Dios hubiera bendecido el hogar, cuidar de las personas mayores y los enfermos de la familia, atender la casa y la hacienda, asegurar la reposición de cacharros, menaje y utillaje doméstico, cultivar el huerto, llevar el ganado a los pacederos, ayudar a recoger la hierba, apañar lentejas, segar el trigo a hoz, trillar, ordeñar, desnatar y hacer mantequilla, elaborar quesos y cuajadas, barrer los establos, acarrear agua desde la fuente, amasar el pan cada quince días, participar en la matanza, lavar las tripas del cerdo, la casquería y los mondongos en el agua helada del río, adobar, embutir, vigilar que curara bien la chacina, cardar, hilar y devanar con huso o argandillo, tejer, elaborar el jabón doméstico a base de grasas y sosa cáustica, hacer la colada en el lavadero público (donde lo había) y tender la ropa sobre árgomas y arbustos, porque, como sabiamente les recordaban las madres a las hijas, el sol es el mejor limpiador de las manchas. Y parir, y parir... O sea, ¡casi nada! Es decir, casi todo.
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