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Como si tuviéramos pocos sobresaltos con la sesión parlamentaria de censura (el censor censurado) y la pandemia endemoniada, para la que no sabemos a ciencia ... cierta cuándo habrá vacunas -y no seré yo quien se deje clavar ni la china ni la rusa-, siguen surgiendo voces que cuestionan la monarquía. Esas mismas voces disconformes propugnan cambios institucionales de hondo calado con el pretexto, dicen, de que hay en España una elevada proporción de ciudadanos que no votaron la Constitución de 1978. Es un argumento numérico, sin duda, pero de peso relativo. No veo yo a los norteamericanos pidiendo que se replanteen los principios básicos de su ley suprema firmada en Filadelfia en el año 1787 o a los franceses cuestionando la Constitución de la V República de 1958 (“Francia indivisible, laica, democrática y social”), cuyos signatarios fueron, entre otros, De Gaulle y André Malraux, mucho antes de que un amplio porcentaje de la población gabacha actual hubiera nacido.
No quiero chapotear en los piélagos de tan espeso carajal, ni tampoco navegar peligrosamente entre escollos, médanos y bajíos. Las susceptibilidades están en algunos sectores a flor de piel en lo tocante a la monarquía. Bien es verdad que la imagen del emérito en los últimos tiempos no es la más edificante, pero tampoco lo fueron en su día las de algunos presidentes republicanos de los años treinta. No hay que tener miedo a que el pueblo se exprese, siguiendo, eso sí, los cauces legales que nuestra Carta Magna contempla. Si después, y como resultado de la consulta, se opta por la solución republicana, adelante con ella. En ese caso me cuesta imaginar en el papel de presidentes de una futura República a tipos tales como Zapatero, Sánchez, Aznar, Rajoy, Abascal o Iglesias (y señora) saludando como Franco desde el balcón del Palacio Real -rebautizado como de la República- a las muchedumbres enfervorizadas. Mutatis mutandis, pero sin bocadillo.
Creo que una síntesis aceptable entre republicanismo y monarquía, aunque sea de manera simbólica, es la que ha conseguido la corporación municipal en Plasencia. En esta ciudad extremeña y casi vecina se ha repartido el nombre de una misma avenida entre Miguel de Unamuno y Felipe VI. Unamuno era, como se sabe, republicano furibundo, y así se lo hizo saber de forma inequívoca al mismísimo Alfonso XIII, a la sazón títere monarca del dictador Primo de Rivera, quien envió al exilio a don Miguel. Según me dicen, en la misma zona urbana placentina confluyen en el callejero los nombres de Adolfo Suárez y Dolores Ibárruri, en una rotonda y una calle, respectivamente. Sin duda estamos ante un plausible ejemplo de integración de ideologías, compendio de simbiosis, fusión de amalgamas, mixturas y, a la postre, concordias.
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