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Atendemos a diario, con el corazón en un puño, los fríos números de contagios, hospitalizaciones y fallecidos por coronavirus. Descubrimos sorprendidos que alcaldes de graníticos rostros ya se han vacunado y encima lo cuentan en los medios de comunicación con insultante desfachatez. No comprendemos cómo ... puede haber personas que, para celebrar un cumpleaños o disfrutar de una noche de fiesta, pongan en peligro la salud y la vida de los de alrededor sin rubor alguno. Padecemos impertérritos a autoridades, de todo signo y color, incapaces de ponerse de acuerdo no ya en cuestiones de ideología, sino en la simple hora de un toque de queda.
Y, aunque nos han tapado la boca y nos han cubierto la nariz con una mascarilla de color azul, al menos nos han dejado al descubierto los ojos. Unos ojos con los que mirar más allá de nuestras rutinarias vidas.
Reportajes como el que la semana pasada publicó Ángel Benito en estas páginas ayudan a hacerlo sin duda. Narraba este joven periodista las vicisitudes de Mario -nombre ficticio, por supuesto-, quien en plena ola de frío llamó a las puertas del Centro de Atención a Personas sin Hogar de Cruz Roja. No aguantaba más. Llevaba semanas viviendo en la calle, de cajero en rellano y de garaje en portal, con el único calor de los cartones que iba recogiendo del suelo. Hasta la cazadora le habían robado al pobre.
“Se llora mucho en la calle, por soledad y por frustración”, decía. Mario no es un “sin techo” de los que se denominan crónicos. No hace tanto trabajaba con normalidad en una tienda y vivía en un piso. Ahora lucha por salir de un bucle en el que el alcohol y las miradas de indiferencia se han convertido en sus únicos compañeros de viaje. No es fácil vivir así.
En este tiempo, sus únicos momentos de cierta alegría llegaban cuando voluntarios de Cruz Roja o de Cáritas aparecían por la noche para llevarle un bocadillo o un café caliente.
Tengo la suerte de conocer a alguno de esos voluntarios que, durante estas noches en las que Filomena -vaya nombre para bautizar a un temporal- hundió los termómetros y nos cubrió de nieve, salían del centro de acogida Padre Damián para llevar calor a estas personas sin hogar.
Porque, aunque lo que sale del termo se agradece a diez grados bajo cero, no puede suplir a esa mirada que no te juzga, a esas palabras que dignifican, a esa mano que te toca.
“Vosotros sois mi familia”, les confesaba la otra noche un joven con siete años de calle y una pesada mochila de desarraigo y drogadicción.
“A ver si encontramos trabajo en Andalucía”, apuntaban con esperanza otros dos a los que la nevada les había sorprendido en Salamanca mientras vagaban de ciudad en ciudad sin dinero con el que pagarse una pensión.
“Hace falta una revolución”, les decía el más filósofo inspirado por el caldo caliente que todo lo repara.
Y no le faltaba razón. Porque si algo nos ha recordado esta pandemia es la pequeñez, la indefensión, la contingencia que caracteriza al ser humano en pleno siglo del transhumanismo.
Que en tiempos de crisis, no podemos aguardar a que las personas que nos gobiernan resuelvan todos nuestros problemas. Nos lo demuestran a diario en su loca carrera por evidenciar su creciente incapacidad.
Que las “colas del hambre” no son fotografías que ilustran las primeras páginas de los periódicos. Cada uno de sus componentes tiene nombre y apellidos. La mayoría de ellos, pequeñas bocas que alimentar y abrigar. Y todos, ilusión por encontrar una vida mejor sin depender de nadie.
Que no queda otra que echar una mano a nuestro vecino del quinto, a nuestro antipático compañero de trabajo, a ese desconocido que se acurruca bajo una manta raída en el cajero automático de la esquina. Sí, a ese también. Da igual su nombre y la historia que carga a sus espaldas.
Que, aunque el vaho empañe nuestras gafas en ocasiones, debemos mirar por encima de la mascarilla.
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