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He de confesar que pensé que los recientes cambios en el Gobierno arrumbarían la tan anunciada Ley de memoria democrática, pero, como siempre que pienso ... bien de Pedro Sánchez, me equivoqué. La cosa ya empezó en tiempos de Zapatero (Ley 52/2007). Los objetivos de aquella ley eran, una vez más, dividir a los españoles. Una buena ocasión para “marcar la diferencia” con el PP (¿no eran “los herederos del franquismo”?) y también con quienes protagonizaron la Transición (unos blandos a quienes había que desmitificar).
Aquel impulso legislativo sirvió para reabrir heridas y para mirar hacia el pasado, un deporte nacional que alimenta el sectarismo y el odio. El escritor Antonio Muñoz Molina lo vio entonces así:
En un país casi siempre amnésico los fragmentos del ayer lejano regresan como armas arrojadizas. El asesinato de García Lorca o el de Pedro Muñoz Seca, la matanza de Paracuellos o la de Guernica, la sublevación derechista de 1936 o la izquierdista de 1934. Agrias disputas políticas se organizan en torno a la corrección legal de hechos irreversibles sucedidos en el pasado.
La (mala) idea del concepto de memoria histórica es de origen francés, pero aquí se sigue aprovechando para reabrir el pasado más siniestro de nuestra Historia: la guerra civil y las matanzas que trajo consigo. Que no fueron ni más numerosas ni más terribles en el frente de batalla que en las dos retaguardias.
Pues bien, la nueva ley pretende ocultar lo ocurrido en la retaguardia republicana (miles de asesinatos políticos) porque “esos fueron reivindicados durante el franquismo”. En verdad, como ha escrito el especialista Iván Vélez, la ley se atiene a un esquema simplista, que divide a quienes vivieron entre 1936 y 1978 entre “demócratas” y “fascistas”. Una acotación maniquea que obvia la enorme complejidad ideológica que se produjo durante la II República.
Además la ley crea una Fiscalía de Memoria Democrática y Derechos Humanos, surgidos estos últimos después de la II Guerra Mundial.
La nueva ley supone un intento clarificador pero a todas luces estéril, pues tanto la Guerra Civil como el franquismo son cuestiones que exceden con mucho el ámbito legislativo y deben quedar en manos de los historiadores.
En este caso me atreveré a recomendar a los partidos de la oposición que abandonen la comisión y el Pleno del Congreso y del Senado y digan al unísono que derogarán las dos leyes de memoria histórica en cuanto lleguen al Gobierno... y se acabó.
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