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MAÑANA se abre el Torreón de los Anaya, que espero que no termine siendo otro cascarón vacío. Torre que se atribuyó a los Abrantes, que ... vivían enfrente, y comparte escudos con su vecino Palacio de Orellana, que es otro cascarón vacío. Esta Torre de los Anaya tiene su historia, en la que aparecen los Lamamié de Clairac, por ejemplo, y su literatura, coincidiendo, además, con estas fechas.
Porque el drama de nuestro Tenorio, Félix de Montemar, arranca precisamente a los pies de esta torre por donde discurre la calle del Jesús, antigua calle del Ataúd, porque es ancha en el lado de la Rúa y estrecha junto a la Torre, como una caja funeraria. Y del Jesús por un crucificado que hubo, tétricamente iluminado por una lámpara.
Hoy es principalmente calle de alojamientos para universitarios y turistas. El autor del drama, Espronceda, retrató el lugar cuando imaginó que en él “los vivos muertos parecen, los muertos la tumba dejan”, como la muerte representada en la catedralicia Capilla Dorada. “El Estudiante de Salamanca” se interpretaba en la ciudad por estas fechas como en otras lo era “Don Juan Tenorio”. Supongo que la cita aparece en el libro “Paseo Literario por Salamanca” de Francisco Javier Jiménez Bautista, que se presentó el viernes en la Casa de las Conchas y ha editado la Junta de Extremadura. ¡Coña!, exclamé cuando lo supe.
Luego me enteré de que nuestro Jiménez hace carrera allá entre la Educación y la representación institucional. Materia no le falta al libro, desde luego. La misma casa acoge hoy, tras sus conchas, a los burgaleses de Bambalúa con un montaje teatral a partir de textos intrigantes, para dar miedo, o sea, de la temporada, y mañana abre el altar mexicano con sus catrinas o muertes, que ya es un clásico.
Algo sabemos en Salamanca de muertes o calaveras: tenemos una casa a la que dan nombre y otra que sirve de butaca a una rana, más bien un sapo, como el que tapa la entrepierna de la muerte de la Capilla Dorada, cuyo arquitecto, Juan de Álava, está unido a la Casa de las Muertes, y hay quien dice que esas calaveras universitarias, su rana, ese sapo de la Catedral podrían ser suyos.
Ya saben que otra calavera famosa anduvo rodando por Salamanca, la de Francisco de Goya. La terrorífica muerte catedralicia es una pura momia que abraza un ataúd; debajo de ella un memento mori recuerda que tenemos fecha de caducidad y evoca a esa pizarra de San Julián, que junto a su puerta románica proclama que “Los que dan consejos ciertos a los vivos son los muertos”. La leí miles de veces entre botellines y copas de vino.
Enfrente, una inscripción nos ruega desde 1792 que recemos por un hombre allí muerto, igual que otra, en el Arco de San Fernando, en la Plaza Mayor, junto a la farmacia de Urbina nos demanda lo mismo desde 1838 para una mujer que se mató allí. No era lo habitual, porque el Tormes, la Peña Celestina y el Puente de la Salud eran los lugares clásicos entonces para matarse, según he leído en los periódicos de aquellos días.
La mayor parte de las veces el suicidio era fruto de la enajenación, la depresión, locura o enfermedad mental, de la que tanto sabe Eusebio Pérez, a quien se ha tributado esta semana un homenaje más que merecido por sus años al frente de la asociación de familiares de enfermos mentales. ¡Qué labor! ¡Qué merito el suyo!
Hay una Salamanca funeraria, más allá del cementerio, que resucita estos días en espacios más o menos recogidos y en forma de leyendas sin necesidad de Halloween, convertido en el carnaval salmantino.
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