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Decir Mogarraz es como decir Florencio Maíllo. Cada rostro que ha plasmado en las casas de su pueblo es mucho más que un mero retrato: ... son historias, memorias que no deben caer en el olvido, que nos obligan a salir de nuestros límites para aventar otras historias. Con sus retratos crea lo que alguien ha denominado “espacios de representación”, que son espacios vividos de las experiencias cotidianas, espacios de la habitación, de la plaza o de la iglesia; los lugares de la pasión, de la acción y de las situaciones vividas. En consecuencia, los rostros son la frontera entre el espacio público y el privado, son esos lugares de la ausencia presente, de la experiencia, de las diversas percepciones del mundo. Son lugares que nos permiten encontrar el tiempo en el espacio, porque en cada rostro el espacio no es una mera superficie, sino que está compuesto por una variedad heterogénea de discursos cambiantes, múltiples y siempre inacabados. Aquí el espacio se torna lugar de pertenencia, y las casas que hay detrás de cada rostro –esas identidades retratadas—traslucen el hogar donde las habitaciones y los pasillos articulan una topografía de nuestro ser más íntimo.
Maíllo dibuja una geografía del pensamiento que nos obliga a reflexionar sobre el espacio en y desde el cual pensamos, porque en el fondo sabemos que lo que sentimos al mirar esos rostros, tan lejanos y tan próximos en el tiempo, solo puede provenir de una experiencia compartida; y compartir experiencia es inconcebible si no se comparte el espacio. De este modo, se crea una semiótica de Mogarraz, que nos cartografía diariamente casi sin darnos cuenta: el espacio como discurso, como texto que escribimos cada día con nuestras idas y venidas en ese imaginario donde la localidad habla a sus habitantes y nosotros conversamos con ella al recorrerla, al admirarla. Cada retrato de Maíllo habita, no tanto un espacio cuanto un lugar. Y es que el lugar es el hermano pequeño del espacio. Aunque también cabría pensar que cada fachada, cada retrato es un espacio que se actualiza, donde son los caminantes quienes transforman las calles tortuosas, definidas por el urbanismo de Mogarraz. Así, se funden espacialidad, lugar y relato, porque es el relato lo que acaba transformando los lugares en espacios o los espacios en lugares.
Maíllo busca en Mogarraz las huellas de la memoria perdida, el amor y el dolor, que no se ven, pero tampoco se borran. No hay un río del olvido sino un mar de memoria. En estos rostros, Maíllo nos presenta las saludables arrugas de la memoria a través de esas facciones que miran como víveres en busca de su hambre, al tiempo que nos pregunta qué sentimos al mirar mientras nos miran, porque mirar al otro implica mirarnos a nosotros mismos. En Mogarraz se encuentra la clave de esa mirada.
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