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A principios del pasado siglo las clases menestrales salmantinas carentes de “posibles” para veranear en la playa portuguesa de Figueira da Foz, lugar preferido de ... los más pudientes, cuando llegaba la canícula organizaban sus “findes”, limitados al domingo, desparramándose por los diversos merenderos y ventorros que, avispados mercaderes habían montado, hincando cuatro postes y techándolos con madera u hojalata, que servía de almacén y para despacho de refrescos a los parroquianos, siguiendo la ribera del Tormes.
Existieron varias rutas: la del Prado Rico, saliendo por san Vicente, en la zona de la fuente Cagalona y la Chopera, en cuya proximidad se encontraba la Cueva de la Múcheres, lugar predilecto de las lavanderas y donde junto a los pocos ventorros existentes, los hombres y jóvenes jugaban a la calva y al tángano al amparo de la sombra de los chopos, mientras los pequeños se divertían en los columpios, las familias sesteaban en el suelo, los mozuelos organizaban carreras entre ellos y las parejas se amartelaban, esperando todos la hora del yantar.
A algún kilómetro de la Chopera, río abajo, existió un conjunto de chabolas donde se alquilaban barcas para navegar el río, que recibió el nombre de “El Castigo”, uno de los lugares más peligrosos por la profundidad de sus aguas. Es el periodista de LA GACETA REGIONAL José Juanes quien nos dice que el ventorro más antiguo era de la “La señá Ana”, pescadora de profesión, que lo instaló a finales del siglo XIX, cuando no existía nada alrededor y donde montaban sus trebejos de pesca diariamente “El Gurriato” y “El Geromín”. Posteriormente, en los años treinta del siglo XX, fue propiedad de Juan Iglesias, también de oficio pescador y que a lo largo de su vida había extraído 10 ahogados. Otro ventorro fue el de Eustaquio Diego Rodríguez, apodado “El Castigo”, que disponía en su negocio de 15 barcas, ayudado por la señora Cruz y que según la leyenda dio nombre a la barriada. (La realidad es que la Huerta Otea se inundaba muy a menudo, lo que se consideraba un “castigo”, de donde le viene el nombre al barrio). Un ventorro más del conjunto era el de Felipe Bernardo “El Calderas”, el más típico y castizo de todos ellos, construido con piedras y enseres del derruido Café Comercio de la Plaza de los Bandos, teniendo la humorada de colocar un cartel en que pregonaba en grandes caracteres “Hotel Comercio”. Dicharachero y amante del flamenco se arrancaba por “cante jondo” con bonita voz, que no tenía nada que envidiar a la del otro “Calderas de Salamanca”, cantaor que iniciaba su carrera junto a su hermano Rafael Farina. Se da la circunstancia de que Rafael Farina se llamaba Rafael Antonio, mientras su hermano “Calderas”, era solo Rafael Salazar Motos. Terminaban los merenderos en “La Pescanta”, donde en su ventorro se degustaban la clásica chanfaina y las riquísimas gallinejas.
Otra ruta era la de la Aldehuela de los Guzmanes en la margen derecha del Tormes, que Pascual Madoz en 1848 considera ya como lugar de ocio, a donde acudían caravanas familiares cargadas con cestas de alimentos y que se agrupaban en la rotonda próxima a la noria, en la mesas de madera dispuestas para dar buena cuenta del guiso de humeantes cazuelas, del besugo en escabeche, de la socorrida tortilla, de las ancas de rana, de los pajaritos o de los fiambres que permitiera la economía familiar. Mientras llegaba la hora de la comida se entretenía la espera con los juegos del columpio, la comba, la gallina ciega, el escondite inglés o el corro de la patata, la rana y la calva y los jóvenes bailaban al son del manubrio.
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