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Llevaba tiempo con ganas de escribir sobre “los influyentes”, los ya familiares “influencers”, gente que, parapetada en el burladero de Internet, trata de condicionar los ... comportamientos, la vida misma de los muchos incautos atrapados en “la red” sin posibilidad de volver a sus cerebros. A su libertad.
El último número de la revista “Wired” (“The influencer machine”) me ha animado a darle mi particular vuelta de tuerca a un fenómeno del que Salamanca no es ajena, con decenas de aspirantes locales a “influencers”, aunque en la mayoría de los casos no pasen de hacer el ridículo en “Facebook” con sus replicadas frasecitas de paz y amor y sus fotos, ¡ay las fotos!
Internet y sus redes nos están cambiado tanto y tan deprisa nuestra manera de vivir, de trabajar, de amar, de pensar, de disfrutar, que conviene estar alerta.
Lo inevitable, como es el progreso, no tiene por qué ser lesivo. Que respetemos un mundo hortera, una estética tatuada, no quiere decir que tengamos que abrazarlo para conciliarnos con él, como por desgracia está ocurriendo: horteras del mundo, uníos.
Con Internet pasa lo mismo, sus virtudes no tienen que hacernos bajar la guardia frente a sus muchos peligros, no podemos aceptar que cualquier predicador de hojalata condicione nuestras vidas, nuestros actos. Como dice “Wired”, “minúsculas celebridades se han convertido en mega-grupos de presión” que no nos venden productos, nos venden “ideologías”.
Y el espectador-consumidor acepta encantado esa cascada de estímulos visuales que aparecen y desaparecen en las redes a la velocidad de la luz, ya sea el vecino del cuarto de vacaciones en Cádiz, o un grupo de amigas sesentonas comiéndose una tortilla de patatas (todas con gafas de sol) al grito de qué bien lo pasamos y que guapas estamos.
La falsedad, el chismorreo, ya no conocen límites: no hay rubor posible en la autopista de lo superficial.
Y mientras la prensa, estas páginas de papel que usted, todo un elegido, sostiene ahora mismo en sus manos, nos hace reflexionar, el “influencer” nos lo da comido y masticado. La audiencia lo quiere y lo quiere ya: fácil, rápido y sin complicaciones.
Pensar es una pérdida de tiempo, un vestigio de lo que fue el ser humano; el valor de la búsqueda, del hallazgo, de la sorpresa, de lo inesperado, del descubrimiento, ya no existe frente a Rosi, que se nos hizo “influencer” como Jay Shetty, o a David, “coach” de la calle pero con aires de oncólogo, terapeuta budista, sociólogo, decorador, psicólogo y experto en cócteles con vodka polaco los viernes.
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