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En una lengua como la nuestra, que tanto sabe de jerigonzas informales y de maquillajes verbales, de ambigüedades, eufemismos y retóricas hueras, de destemples e ... improperios, de correcciones políticas niveladoras tan fútiles como insustanciales, lo menos a lo que podemos aspirar quienes la usamos -culpables también de no pocos maltratos- es hacer todo lo posible por acudir al venablo certero, directo y sin ambages, a tirar por medio sin paños calientes a la hora de pronunciarnos sobre cualquier asunto. Lo cual no impide, llegado el caso, adobar el texto con un cierto grado de ironía, humor (si la ocasión lo requiere), algún grado de retranca de lugareño, libre de cerrojos, aldabas y cortapisas. Sabemos que las palabras tienen mil caras y otras tantas puertas por las que pueden transitar la verdad y la mentira, la ofensa y el halago, la sinceridad y la hipocresía. Como sostenía Hawthorne en 1841, las palabras, tan inocentes, cándidas y neutras cuando aparecen inertes en los diccionarios, se transforman, para bien o para mal, en armas poderosas si se combinan con destreza, destreza de la que no suelen hacer gala la mayoría de nuestros políticos.

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