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LA primera Ley Orgánica aprobada tras la entrada en vigor de la Constitución fue la Ley penitenciaria. Que así fuese no se debió a la ... casualidad. La situación de las prisiones era atroz y en las celdas se hacinaban internos que no aspiraban más que a sobrevivir a su condena. Hasta qué punto se asumió la necesidad de actuar con urgencia que esa Ley Orgánica 1/1979 fue aprobada en el Congreso con sólo dos abstenciones y ni un solo voto en contra. No hubo extremos que rechistaran, y los había. Con leves modificaciones, esa norma sigue hoy vigente y rige un sistema penitenciario en el que se cumplen las penas privativas de libertad, orientado prioritariamente a la recuperación social de los condenados.
La reinserción del delincuente no es una quimera. Del repaso de las páginas de sucesos cabría deducir lo contrario, pero quizá merezca la pena reparar en el hecho de que sólo son noticia los fallos del sistema; nadie habla de sus éxitos. Tampoco la resocialización es fruto de un ingenuo buenismo. El delito cometido ya es inevitable y a lo único que podemos aspirar es a que no se repita. En España dedicamos casi 70 euros diarios por recluso –bastante menos de la media comunitaria, por cierto– y, como ciudadano que paga sus impuestos, aspiro a que los 1.200 millones que nos cuestan las cárceles al año rindan frutos.
No existe el riesgo cero, y aspirar a alcanzarlo es ilusorio. Mientras haya tráfico, habrá accidentes. Mientras haya sociedad, se cometerán delitos. Para reducir ese riesgo, será preciso poner los medios necesarios para favorecer esa reinserción. Probablemente, una de las prioridades consista en distinguir a los enfermos de entre los criminales, pues no pocos se encuentran en los centros penitenciarios y no reciben el tratamiento que les corresponde. Pero en ningún caso el Estado puede renunciar a la recuperación social del delincuente.
No hay razones que calmen el sufrimiento de una víctima. Podremos comprender su dolor, pero nunca alcanzaremos a sentir lo que padece. Para la víctima no hay estadística que palíe su infortunio ni indemnización que compense el daño, porque su desconsuelo no atiende a cifras ni a cálculos. Con todo, el ciego endurecimiento de la ley no va a resolver su tragedia.
A lo largo de los últimos años hemos asistido a un creciente agravamiento de las penas que en ningún caso se corresponde con el aumento de la delincuencia, sino a un sensacionalismo informativo del que los malos políticos han sabido obtener réditos electorales. Ponga a una víctima en su lista y, no lo olvide: ¡es tan barato reformar el Código Penal!
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