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Me contaba una colega universitaria que en el transcurso de su tutoría para asignar a los estudiantes de primer curso trabajos de elaboración propia, uno ... de los entrevistados vino a decirle que no le pidiera tareas en las que hubiera que leer, que preferiría, a ser posible, algo con imágenes, audiovisual o así, porque lo de la lectura “como que es un poco rollo, tía, o sea”. No debió de ser esta la literalidad exacta de su argumentación, pero seguro que fue bastante parecida. Lo paradójico del caso es que se trata de una titulación de humanidades, de letras, donde, por supuesto, hay que leer. Otro ejemplo: el pasado verano un grupo de preadolescentes se entretenía ojeando libros en una biblioteca rural. En el exterior se había quedado uno de la pandilla esperando la salida de sus compañeros. Al verlo allí en solitario, no pude reprimirme y le pregunté si él iba a retirar también algún libro, ante lo cual, con mirada espantada, me espetó un “¡nooo!”, como si le hubiera propuesto arrancarle una muela en carne viva allí mismo.
Siri Hustvedt, premio Princesa de Asturias, abogaba en favor de la lectura con el argumento de que los libros pueden proporcionarnos formas de salvación, entretejen las palabras en nuestro cerebro, aumentan el conocimiento y —añado yo— hacen que quienes escriben cometan menos faltas de ortografía (si es que a alguien le importa eso, claro, porque para escribir bien, aunque sea poco, hay que leer mucho). La lectura estimula el pensamiento, abre la imaginación a otros mundos, despierta la fantasía, suscita dudas, desarbola prejuicios, inquiere, subvierte, busca explicaciones, espolea la conciencia crítica. De ahí que en determinados estamentos más dados a la intransigencia que a recapacitar sobre el porqué de las cosas se desconfíe de la palabra escrita. Cada vez sabemos más sobre menos cosas, y eso tiene ventajas y desventajas. José Ángel Valente dijo que la palabra es la raíz de la creación, y creo que fue él mismo quien escribió: “Acaso haya que preguntar sin que nadie responda; acaso haya que responder sin que nadie pregunte”.
En El taller blanco (1996) el poeta venezolano Eugenio Montejo establece un símil que a mí me conmueve especialmente al comparar el proceso de creación literaria con el amasado del pan. Antes del amanecer, noche tras noche, el panadero prepara la harina, dispone la leña, da forma a la masa y la hornea en medio de una fragancia única, envolvente, enrojecida de ascuas, y aventada de cenizas. Ese mundo mágico blanqueado de harina, con del horno ardiendo bajo una bóveda de ladrillos, se funde con la imagen del amasado de la poesía, otro de los alimentos que contribuyen al sustento espiritual de la humanidad. El libro será como la hogaza recién cocida. Y está ahí para ser leído y degustado.
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