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Las noticias que nos envuelven nos desmadejan. Nunca hemos asistido a una situación como la que nos toca vivir en estos momentos. No sabemos qué ... nos deparará el lunes y la incertidumbre nos devora.
Este ojo que observa no puede por menos que recordar la historia mitológica de Dédalo e Ícaro, que relata con genialidad Ovidio en “Las metamorfosis” en el año 8 del siglo I d. C. Allí nos cuenta cómo Ícaro estaba retenido junto a su padre, Dédalo, en la isla de Creta, por el rey Minos. Dédalo decidió escapar de la isla, pero dado que Minos controlaba la tierra y el mar, se puso a trabajar para fabricar alas para él y su joven hijo, Ícaro. Enlazó plumas entre sí uniendo con hilo las centrales y con cera las laterales. Así dio al conjunto la suave curvatura de las alas de un pájaro. Cuando al fin terminó el trabajo, Dédalo batió sus alas y se vio subiendo suspendido en el aire. Equipó entonces a su hijo de la misma manera y le enseñó cómo volar. Cuando ambos estuvieron preparados para ello, Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría volar. Pasaron las islas de Samos, Delos, Paros,... entonces el muchacho comenzó a ascender. El ardiente sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas y éstas se despegaron. Ícaro agitó sus brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo en el aire y cayó al mar. Su padre lloró y lamentando amargamente sus artes y en su memoria, llamó Icaria a la tierra cercana al lugar del mar en el que Ícaro había caído.
Tal vez sería conveniente reflexionar sobre cómo los hombres, en nuestra soberbia, somos capaces de acercarnos tanto al Sol, aun a sabiendas del inmenso riesgo que conlleva y tras ser advertidos de que nos llevará a la muerte. Ícaro subió tanto, tanto, que derritió sus alas precipitándose en el abismo para morir. Siempre parece que queremos más y esa sensación hace que pensemos que somos inmunes a todo, y nada más lejos de la realidad. Menuda lección de humildad se nos está dando al todo poderoso Occidente. Ahora nosotros somos los apestados, somos los que otros no quieren, como nos sucede con EEUU, Marruecos,... Nos hemos convertido en un instante, en los culpables de algo que no sabemos ni cómo es, ni cómo se comporta, ni cómo muta. Y lo hacemos con la soberbia del que piensa “eso a mí no me va a pasar” porque soy del primer mundo, porque soy más avanzado, porque soy culto, porque domino la Historia, en definitiva, porque soy Europa. Y debemos volver a la humildad, para comprender que sólo del reconocimiento particular de nuestra pequeñez y de nuestro poco o nulo poder para luchar contra un simple virus, es de donde podemos sacar el arma para ganarle la batalla. ¡No seamos Ícaro por Dios! hagamos las cosas cómo se nos dicen, con la responsabilidad particular de nuestra pequeñez y obedezcamos por una vez, por nuestro bien y por el de los demás, para no convertirnos en Icaria.
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