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En 1785 Gaspar Melchor de Jovellanos escribía: “Puede haber otro [oficio] más molesto, más duro, más expuesto a incomodidades y peligros? Pues este ejercicio se ... halla hoy a cargo de las mujeres exclusivamente en las cortes y grandes capitales”. No sabía que en Salamanca, 150 años después, sería célebre “Juanito, el Lavandero”, que se paseaba jacarandoso desde su casa en el barrio de los Milagros, atravesando san Vicente, llevando a la cabeza, reposando sobre mullida “rodillera” un enorme barreño de latón con “cogüelmo” de ropa sucia, alternado con voluminoso “escriño” de enea con la ropa limpia ya seca y los socorridos utensilios de madera, tajuela y lavadero, portados al cuadril. Fue admitido en el cerrado círculo de las lavanderas, pero no por ello libre de las constantes chanzas, pullas y bromas elevadas de tono, de un inmisericorde gremio femenino, que normalmente efectuaba su agotador y sufrido trabajo en medio de parlanchina algazara y jolgorio
Dada la escasez de agua, solamente era utilizada como bebida y para la menguada higiene personal y limpieza de la vivienda. Para el lavado de la ropa se utilizaba el discurrir de las aguas del Tormes a cuyo cauce, diariamente, se desplazaban 25 lavanderas profesionales, censadas por Fernando Araujo en 1884 a las que hay que añadir una gran cantidad de sirvientas y artesanas que portaban sus particulares pertenencias. En una labor dura y mal pagada se juntaban ancianas y jóvenes, rodeadas de un enjambre de niños que correteaban a las orillas del río y por entre las ropas. Las prendas, primeramente recogidas en los domicilios, eran devueltas a sus dueños tras los oportunos lavado, enjabonado, tendido y secado al aire y al sol, en multicolores tendederos, verticales u horizontales, a orillas del río. La labor más tediosa y pesada era la de preparar en barreños la ceniza de la cocina vertiendo el agua casi negra resultante sobre la ropa más sucia que se clareaba al esparcir sobre ella agua limpia y era golpeada con una pala de madera. Abundaban las dolencias de la columna vertebral por la postura obligada, de rodillas sobre la tajuela y el hecho de tener que encorvarse y agacharse constantemente para lavar la ropa. También eran frecuentes las afecciones reumáticas por el “entumido” de las articulaciones como consecuencia del frío y la humedad.
El catedrático de Griego don Pascual Meneu y Meneu promovió la Asociación de Lavanderas de la que fue Presidente en 1915 y que llegó a tener 200 asociadas, pero el INP no les dio demasiadas facilidades. Unos ripios de “Quisicosas” decían: “Lavanderas que en los puños / tenéis toda la ciudad, / si algún tacaño no quiere / vuestras huchas aumentar, / sacadle la ropa sucia / a la vergüenza, y en paz.” Gregorio Mirat Tejedor envía en 1860 a Francia a su hijo Juan Casimiro, para que estudie los más modernos adelantos de la industria y a la vuelta monta la primera máquina de vapor que se conoce en la provincia y, aprovechando la energía de ella, instala un lavadero público de agua caliente para liberar a las lavanderas de tan penoso trabajo en el río. En 1917 dan las gracias en la prensa a don Manuel Mirat porque las acoge cuando el Ayuntamiento no tiene agua caliente en sus lavaderos.
Con la elevación de aguas desde la Aldehuela se estableció un lavadero cubierto para aprovechar el agua caliente generada por la máquina de vapor montada para tal menester. Se inauguró el 29 de abril de 1888 en la huerta de san Jerónimo y era propiedad de los señores García Piedra Mirat.
Federico Bonín Segura, dueño de la fábrica de jabón “La Trinidad”, en el Paseo de la Estación, número 5, marcha algún tiempo a Barcelona y vuelve en 1908, adquiriendo unos terrenos en el barrio de los Caídos donde monta unos lavaderos, junto a lo que fue el antiguo Colegio Mayor de Cuenca. Todavía en los años 50 del pasado siglo existió un edifico cubierto en el barrio de La Fontana que albergaba lavaderos con pilas individuales alineadas y dos pilas grandes para lavado y aclarado y donde las lavanderas ejercían su oficio de rodillas. Las pilas individuales eran de pago.
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