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El primer museo salmantino se gestó con piezas de conventos o monasterios desamortizados. Cuadros, esculturas y relieves que se iban almacenando en el Palacio de ... Anaya hasta un número considerable. Allí estuvo la primera sede del primer museo salmantino, el Museo de Bellas Artes. Comenzó ese almacenaje en 1835. Luego, en 1846, llegó la orden ministerial que lo autorizaba, pero el Palacio –contenedor, diríamos hoy—estaba llamado para los papeles oficiales y en 1864 fue desalojado y se estableció en San Esteban, que entonces era también cuartel. Los claustros fueron museo durante muchos años. En una guía turística encontré un papel en el que estaba escrito: “el guía del museo nos espera en San Esteban”. Fue antes de la Guerra. Después, los fondos pasearon por las Escuelas Menores, la casa de los doctores de la Reina, la Casa de las Conchas y de nuevo a la mansión de los Álvarez Abarca. Desde 1974 hasta ahora han estado relativamente tranquilos, aunque se han reducido. Hubo muchas peticiones de “desamortizados”. Amelia Gallego de Miguel fue la primera que nos contó la historia del Museo de Bellas Artes de Salamanca, que le debe mucho a Florentino Pérez-Ambid, que fue director general de Bellas Artes. Después de aquel llegaron otros museos: Lis, Catedralicio, de la Ciudad de Salamanca, Taurino, del Comercio y la Industria, de la Radio...Y por la provincia, el de Mateo Hernández y Castillo Ducal, en las ducales Béjar y Alba de Tormes, donde hace poco se ha abierto uno dedicado a la alfarería, como no podía ser de otro modo.
Si me preguntan, digo que echo de menos uno dedicado a lo tradicional, que reivindico ahora que el Instituto de las Identidades cumple años y su director, Juan Francisco Blanco, ha demostrado cuánto podemos mostrar con exposiciones temporales. Aquí cabría la gastronomía, claro, como la bejarana, que llena el libro “Burlas y veras en la gastronomía bejarana”, de los hermanos Sánchez Paso, presentado esta semana en Salamanca por José Luis Yuste y un servidor. La gastronomía está para ser contada y con ello dar forma a una literatura gastronómica, hecha de escritos, audiovisuales y sobre todo muchas emociones; lo mejor de esa literatura gastronómica, lo exquisito, da lugar a la gastronomía literaria, que exige ser también contada. Este libro, por ejemplo. Ahí están el calderillo y el zorongollo, y debieran estar los caramelos y chochos típicos de Cela, por ejemplo, como deberían estar también en el Diccionario de la RAE el calderillo, zorongollo y hornazo descritos como Dios manda. Pero, ay, lo que cuesta cambiar una acepción académica. ¿O es quizá canónica?
Ahora están de moda los museos sensoriales, me explica Miguel Figuerola, que dirige el del Comercio. Queremos ver las obras en su contexto: la Monalisa, por ejemplo, en el taller de Leonardo da Vinci, un artista que tiene abducido a Christian Gálvez, que, a su vez, llena Liceos de seguidores. Es como si las piezas de la Casa Lis decorasen una casa. O sea, volver a abrir la casa de don Miguel de Lis. Pronto reclamaremos visitar virtualmente la casa de Carmen Martín Gaite y hablar con ella, incluso. Carmina ha regresado al Casino en forma de fotografías, un Casino en el que intervino en unas jornadas al poco de ganar el Nadal, donde recordó bailes y amistades de sus padres. Lo conocía bien. Vivía al lado, en la Plaza de Los Bandos, donde el Centro Documental de la Memoria espera ser un día museo. Mañana es el Día de los Museos. Un buen día para recordar a la escritora: “la rutina no está tanto en las cosas como en nuestra incapacidad para crear a cada momento un vínculo original con ellas”.
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