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LLEVO observando los comportamientos de mi entorno con minuciosidad desde hace meses. Tal vez pretendo justificar con ellos mi propia conducta. No sé si me ... estoy portando mal, pero sí que esta pandemia me ha robado mi entusiasmo natural y soy incapaz de evitar esta sensación de que la vida se me escurre entre las dedos, como si fuera agua cristalina. Pienso que este efecto, en buena parte, se debe a mi edad; que pasados los cincuenta siempre se piensa que se está en el camino de vuelta al punto de partida. Pero lo cierto es que mi sensación no es solo mía, ni corresponde solo a mis años. Mi madre, con sus ochenta y cuatro, se me queja todos los días de lo mermada que le ha dejado la vida la pandemia, aun siendo afortunada por no haber enfermado nunca y teniendo a sus hijos y nietos preocupándose de ella, aunque sea en la distancia. Y mis hijos, por su parte, se muestran reticentes a creer que la vida pueda volver a ser como antes algún día y se lamentan de que les haya tocado a ellos en la adolescencia y en la juventud. Yo no puedo evitar comprenderlos a todos, después de decirle a mi madre que intente ver las cosas de otro modo y pensar que ella ha vivido toda su vida en eso que ahora nos parece un parque de atracciones que se llama “normalidad”, pese a que parte de ella transcurriera en la posguerra, y sus primeros años de vida en la propia guerra. A mis hijos les digo que tienen toda la vida por delante y que cuando pase algo de tiempo se intercambiarán toda suerte de anécdotas con mascarillas y geles y manos limpísima o confinamientos totales y perimetrales. Pero mientras trato de convencer a una y a otros –la primera atrapada en los culebrones televisivos de Telecinco y los segundos intentando no caer en la amenaza de los videojuegos adictivos, las fiestas prohibidas o las ganas de arrancarse la mascarilla y verse las caras con los mismísimos agentes de la autoridad-, cada día me cuesta más enfrentarme al espejo y conservar las ganas de seguir con la vida que me ha tocado -nos ha tocado- como si nada hubiera pasado. No es solo la incertidumbre que se cierne en el futuro del bienestar, es la cancelación de la aventura.
Pensar que tal vez viajar hasta el infinito y más allá será pura quimera durante demasiado tiempo como para poder recuperar el tiempo perdido o que jamás volverán los abrazos espontáneos y cálidos de otros tiempos que, como el sueño, nunca se recuperan. Estoy triste, sí. Pandémicamente triste. Como tantos de ustedes. Sin ganas, siquiera, de ciscarme en todos estos políticos de España y Europa que tan mal están haciendo los deberes y que parecen habernos inoculado a muchos más la confusión y la tristeza en la sangre, que las tan necesarias vacunas que, bien lo sabemos, van muuuy lentas.
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