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EN la Nochebuena de 1914, soldados alemanes y británicos salieron de sus trincheras para celebrar una espontánea e insólita tregua. Compartieron comida y villancicos, jugaron ... al fútbol sobre el embarrado campo de batalla e intercambiaron recuerdos. Juntos, también, enterraron a sus muertos y rezaron por ellos. Nadie quería seguir con una guerra que se prolongó cuatro años más, pero a muchos dirigentes les interesaba seguir con esa carnicería. Aún quedaban posiciones que ocupar y medallas que ganar en esos Senderos de gloria que Kubrick filmó y que en España no pudimos ver hasta 1986.
El gas mostaza o la bayoneta no constituyen hoy una amenaza para nosotros, pero son muchos los problemas que hipotecan la tranquilidad de los pobladores de esta vieja piel de toro. El desempleo, la economía, la sanidad, las pensiones, la corrupción, la educación o la injusticia social nos preocupan a todos, pero quienes libremente decidieron dedicarse a resolverlos son nuestros políticos.
“El objeto del gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”, proclamó, hace ya más de doscientos años, nuestra primera Constitución. Tanta ingenuidad contrasta con la despreciable actitud de esos profesionales del odio que hoy rigen nuestros destinos y que no solo hacen muy poco para alegrarnos la vida, sino que reclutan acólitos entre los más tontos para que celebren sus pretendidos zascas. Esos líderes que hoy sufrimos saben que las urnas transforman a los partidos en oficinas de colocación de incolocables, y para lograr ese objetivo vale cualquier cosa, como transformar el sano debate en una insidiosa jaula de grillos en la que la razón no encuentra acomodo.
Más que el comer, necesitamos un arreglo como el que pacificó a los bandos de San Benito y Santo Tomé. Nos hace falta un Juan de Sahagún que aporte cordura en el Parlamento, en las comparecencias, en las declaraciones, en los tribunales y en las redes. También podría ayudar a los medios, que en demasiadas ocasiones más parecen jalear a la afición que aportar esa pizca de reflexión que tanto precisamos. Eso sí que sería un milagro, y no lo de ese toro desbocado que finalmente decidió hacer mutis por el foro.
Como tantos otros conciudadanos –y salvando las distancias−, hoy me siento como esos soldados que estaban hartos de la guerra, y espero que los mandamases me den un poquito de esa felicidad de la que hablaba La Pepa. Por ello, para esta Nochebuena, ruego a los cuñados plastas con ganas de hablar de política que se abstengan. Tengamos la fiesta en paz.
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