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Hace unas pocas semanas escribía sobre el confinamiento, en sus días más duros, cuando la ciudad era un desierto de piedra —aún más si cabe—; ... opinaba que esa falta de vida, de tráfico, podría haberse empleado en repensar Salamanca, su presente, y sobre todo su futuro inmediato, en “verla” sin el estrés cotidiano y radiografiarla para ver los errores cometidos, las deficiencias quizá no observadas, y las necesidades, sin que los ruidos, los volúmenes, y los movimientos del día a día perturbaran la visión del equipo urbanista. Y cuando digo urbanista no me refiero a los cuatro “mataos” que opinan... ¡y que disponen de decenas de millones! Me da igual políticos que “técnicos” a su servicio (mamá, soy concejal y voy a ser artista). Escribía, y lo he escrito muchas veces, que Salamanca necesita un cuerpo “médico” de urbanistas y paisajistas que diagnostique los muchos males de nuestra ciudad y que proponga soluciones. El problema que tenemos no es un problema de andar por casa, y exige un estudio profesional, experimentado y creativo. Vamos, que Salamanca lo que no necesita es al amiguete del amiguete para diseñar una rotonda (otra más) y para poner un triste arbolito, que acabará seco o tronchado.

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