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Esta semana acudí en la embajada británica a celebrar el Jubileo de Isabel II, “Reina, por la Gracia de Dios, del Reino Unido de la ... Gran Bretaña e Irlanda del Norte y Reina de sus otros Reinos y Territorios, de la Mancomunidad de Naciones y Defensora de la Fe”, como reza la traducción del título oficial que ostenta desde 1952. Me constan las numerosas simpatías que despierta, tanto en nuestro país como en el suyo, la regia figura de esta mujer que es la más longeva de las testas coronadas de nuestro entorno. No le ha sido fácil a Isabel II conservar un trono durante 70 años, aproximarse a su propio centenario con dignidad y, al mismo tiempo, mantener relativamente controlada a una familia un tanto peculiar, muy dada a episodios polémicos. Pero sin perder un ápice el aprecio de una inmensa mayoría que lleva ya semanas de gozosas celebraciones.
Viví en Inglaterra el jubileo de los 25 años (Silver Jubilee) y no salía de mi asombro al contemplar el jolgorio ambiental con motivo del fausto acontecimiento, el despliegue multicolor de símbolos, estandartes y banderas, la abundosa mercadotecnia, los desfiles y fanfarrias, en fin, un inacabable alarde de fervores y complacencias hacia la familia real en la persona de Isabel II. Para entender mi asombro de entonces conviene recordar el momento que atravesaba nuestra monarquía. Apenas reinstaurada en España por decisión de Franco, los más optimistas le auguraban un corto recorrido a aquel “rey breve” que a buen seguro abriría un paréntesis y no tardaría en ser arrollado por la Transición. Era un sentir generalizado tanto entre los monárquicos como entre los escépticos. Contrastaba una monarquía prendida con alfileres en España y otra sólidamente asentada en Gran Bretaña, objeto de tan desatado júbilo popular.
Al jubileo de plata de 1977 siguió el de oro, y ahora estamos en el de platino. No sé si dará para otro metal precioso. En cualquier caso, la salud de hierro de esta mujer ha batido un récord entre las monarquías europeas. Dos ilustres predecesoras disfrutaron del trono bastantes años. Isabel I, la última de la dinastía Tudor, llamada Reina Virgen, enemiga acérrima del imperio español y flagelo del catolicismo, reinó durante 45 años. En época más reciente y dominando la segunda mitad del XIX, Victoria reinó casi 64 años, controló la moralidad de la corte con mano férrea, superó no pocas intrigas palaciegas, y contribuyó con nueve retoños al incremento de la población en plena época de expansión imperial, industrial, económica y demográfica.
Los británicos siempre han sido defensores de la monarquía. La celebración en la residencia del embajador Hugh Elliott en Madrid reflejó ese sentir tan arraigado entre ellos. Por eso miles de súbditos de Su Graciosa Majestad han decidido festejarlo en Benidorm.
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