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En el entorno del cható el debate entre huertas y barbacoas está en su momento más alto y temo que afecte a las fiestas ... vecinales. Paco Novelty ya advertía esta semana de la ola vegana, adelantando de alguna manera el informe de la ONU sobre la carne que ha puesto el vello como escarpias a nuestros ganaderos, porque la provincia, supongo, sigue encabezando la lista nacional de cabezas de vacuno y continúa en el top cinco de las de porcino. Sostienen los vecinos con huerta que la proteína está en la tierra y hay que tomarla directamente, mientras que los aficionados a la barbacoa defienden que sean las terneras las que se coman ese verde y que luego ya van ellos a tomar la proteína de la carne. Solo coinciden en que derrochar proteína debería estar penado.
Durante siglos, la carne ha estado entre las principales preocupaciones del hombre. Y aún hoy, el cromañón, australopiteco, neandertal, hábilis e incluso sapiens que todos llevamos dentro siente que la necesita. La Iglesia tomó la carne bajo su control con sus restricciones casi diarias y la nobleza la usó como seña de identidad. La picaresca española (Lázaro de Tormes, por ejemplo) iba en busca desesperada de carne, y los curas, erre que erre, con que era la perdición del alma: aún recuerdo aquello del catecismo del Padre Astete que proclamaba que los enemigos del hombre eran el mundo, el demonio y la carne, y cuando en una clase de Religión pregunté por qué la carne me pusieron de patitas en el pasillo y con la orden de ir a ver al Jefe de Estudios, que aún me está esperando, creo. Claro que gracias a algunas concesiones eclesiásticas tenemos chanfaina y hornazo, que venían a ser comidas calientes en la gélida cocina que imponía Roma, aunque a pesar de ellos algunos no llegaron a comer nunca caliente, como puede leerse en el libro de Miguel Ángel Almodóvar “El hambre en España”, que a pesar de su humor es uno de los textos que más me han impactado. Óscar Puente, alcalde de Valladolid, le ha reprochado a Luis Fuentes, presidente de las Cortes, que nunca ha comido caliente, como forma de recriminarle el uso de un apartamento que puede utilizar (y utiliza), con derecho a cocina, espero, por ser presidente del parlamento regional. Me acuerdo de los que nunca han comido caliente y me da cierta vergüenza escuchar la referencia. Hoy, todavía, hay gente —niños incluidos—que no comen caliente, y él, especialmente él debería saberlo. Otro político, Manuel Valls, ha estado en casa de Gonzalo Sendín, uno de los templos salmantinos de la carne. De otro, Germán Hernández, espero sus tradicionales estofados de rabo de toro feriales, y de Pauli de Andrés que siga haciendo sus maravillosos guisos cárnicos. A lo que hay que sumar que destinos cárnicos como La Alberca o Guijuelo están prácticamente de fiestas y ofertan grandes posibilidades a los carnívoros. No sé si con esto pongo en riesgo al planeta, pero juro que uno no deja nada en el plato. Como una patena, contribuyendo así a enfriar el planeta, que buena falta le hace.
Algunos han señalado erróneamente a la vaca y al chuletón como responsables del cambio climático, cuando en realidad lo somos nosotros y lo que echamos al vertedero. Desperdiciar alimentos es inmoral. Siempre lo ha sido y ahora más. A lo mejor venía en el Catecismo y no lo recuerdo, pero sí me acuerdo de mis mayores hablando del hambre de postguerra cuando no se tiraba nada, en parte porque no había nada que tirar.
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