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Leo los alarmantes datos del coronavirus, desde Mallorca, con una extraña calma. Cuando uno se aleja de lo cotidiano y se encierra en el espejismo, ... todo parece de otra manera. Es como si esa música que deja de sonar en otros lugares aún estuviera permitida en el paraíso de la distancia. Como si nada fuera a empañar la belleza de los lugares de vacaciones. Sin embargo, lejos de ser cierto, las mascarillas en los paseos habituales recuerdan que aquí, como en todas partes, ellas y la distancia de seguridad son las únicas armas letales contra un virus implacable, que no solo nos mantiene en estado de alerta a todos, sino que sorprende a los médicos y científicos, cada día, con comportamientos inesperados.
En este estado de cosas, mientras el COVID-19 acecha por todas partes, desde los medios se advierte que en el mundo cercano nos miran mal, que muchos turistas que pensaban venir ya no lo harán y que cuando crucemos la frontera de países como el Reino Unido nos someterán a una cuarentena, por provenir de un país desatado en los contagios de la pandemia. Parece que, vista la perspectiva, solo nos queda celebrar las ayudas de Europa. Esas tan aplaudidas por los socialistas corifeos de su jefe supremo y que, según los testigos, se consiguieron sin que él moviera una ceja. ¿Serán los dineros europeos los que nos salven de todo mal? ¿O tal vez lo harán las reformas que nos exigirán para poder recibirlos pese a que les disgusten a algunos miembros del Gobierno? Qué sabe nadie, que cantaba Raphael.
Es un escenario incierto donde cada vez se nos van alejando más las posibilidades de abrazos, donde los ancianos siguen enclaustrados mientras los jóvenes, que hasta ahora se creían inmunes, empiezan a ver las orejas al lobo, pero sin temer sus mordiscos. No sé. Todo parece de mentira. Las estrategias políticas, las sanitarias, los comportamientos de todos y hasta el propio virus.
Siento una extraña nostalgia de otras vacaciones. De cuando bramaba de enfado al encontrar cada restaurante lleno, no había sitio donde colocar la sombrilla y tenía que llamar a la policía a las seis de la mañana para que calmara las ansias de baile perpetuo de la casa de la esquina, o llamaban ellos, a la misma hora, para zafarse de las mías.
Todo es insólitamente distinto en estos días de saludos a metro y medio a golpe de cabeza y alzamiento de cejas, donde todas las sonrisas permanecen ocultas tras las máscaras protectoras. Y lo es aquí y en Tombuctú. Pero desde aquí, desde esta Mallorca que para mí es la tierra prometida, aún se siente más la diferencia. Y cuando pienso en el por qué intuyo que, tal vez es porque, como todo se detiene en verano, una desea que también lo hagan los problemas, las miserias e incluso las enfermedades. Y más aún, si cabe, esa inesperada Ciencia Ficción que, por lo que parece, ha venido para quedarse.
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