Secciones
Destacamos
La otra noche regresando a casa de un concierto a las tantas, les juro que me encontré a Romay caminando solo por la calle Toro.
Lo cierto es que entre que salía un poco traspuesto del concierto, entre que soy decididamente mitómano en lo que respecta a viejas figuras del Madrid y entre que se nos había quedado una de esas noches mitad lluviosa mitad huracanada que invita al ensueño y la alucinación, la escena me pareció tan irreal y fantasmagórica que hube de pellizcarme y parpadear varias veces para cerciorarme de que efectivamente no estaba en cama sufriendo los rigores de un cuadro onírico procurado por alguna fiebre exótica.
Durante algunos segundos llegué a pensar que nuestro ayuntamiento viendo tan solo a Vicente Del Bosque en la cercana Plaza del Liceo, había decidido plantar en las cercanías otra vieja gloria deportiva que le hiciese compañía, pero inmediatamente deseché la idea. Además de no ser salmantino, Romay caminaba con esos andares completamente desgarbados y descoordinados que se gastan los cíclopes en este mundo nuestro regado de minúsculos liliputienses anónimos.
Debo confesarles que fuera del área de confort del pívot que veíamos por televisión, el señor Romay es triple de alto y su sombra bajo las farolas, la de un ciprés que se acerca amenazante no muy deprisa pero tampoco despacio. Llegado a mi altura y mientras yo lo miraba pasmado con la boca abierta diciendo su nombre, Romay me sobrepasó con tal superioridad que no sé si me vino por la derecha o por la izquierda, yéndose con la misma solemnidad con la que se había acercado, mientras por el rabillo del ojo parecía observar al minúsculo base del equipo más modesto que trataba de cortarle el paso y siendo consciente de que en este reparto fortuito de esqueletos que hace la madre naturaleza, a él le tocó hacer de elefante y a nosotros, de insignificantes ratones.
No sé si el azar me procurará en la vida otro encuentro con Romay, pero si así fuera, esa vez estaré preparado para no regresar a casa sin el pertinente selfie o el oportuno autógrafo que lo demuestre. Uno se siente muy impotente cuando entra en casa gritando que acaba de cruzarse con Romay y no le cree ni Dios.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Sigues a Juan Mari Montes. Gestiona tus autores en Mis intereses.
Contenido guardado. Encuéntralo en tu área personal.
Reporta un error en esta noticia
Necesitas ser suscriptor para poder votar.