La mayoría no es suficiente
Lunes, 24 de agosto 2020, 05:00
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Lunes, 24 de agosto 2020, 05:00
Un país puede funcionar correctamente si la mayoría de sus ciudadanos cumplen las leyes. Si la mayoría no realiza una conducción temeraria por las carreteras ... y, por tanto, el número de accidentes no es alarmante. Si la mayoría no se dedica a robar y delinquir para ganarse la vida. Nos podemos considerar civilizados si hay una mayoría que asiste puntualmente a su trabajo y no hay un porcentaje elevado de absentismo escolar. Un país puede garantizar sus servicios públicos si la mayoría cumple con sus obligaciones con el fisco y la economía sumergida no supera en ningún caso el 20 por ciento del PIB. El engranaje de una sociedad se mueve sin parones si la mayoría practica la solidaridad y respeta los derechos del prójimo. Y un sistema democrático mantiene su fortaleza si la mayoría vota opciones que defienden los valores constitucionales. En todos esos casos no resulta alarmante que haya una minoría que delinca, que robe, que se salte los límites de velocidad, que no acuda a su trabajo, que cobre en ‘negro’, que no asista a clase, que se dedique a joder al prójimo o que vote a Bildu o a Esquerra Republicana. El poder de la mayoría razonable se suele imponer. Sin embargo, con el coronavirus, la mayoría no es suficiente. No vale con que la mayor parte de los ciudadanos sean responsables. No tenemos garantizado el éxito si solo la mayoría de nuestros jóvenes están concienciados. No saldremos de esta más o menos airosos si no hay una implicación total y unánime. No vale con el 80 por ciento. Ni tan siquiera con el 90 por ciento. Por desgracia, la irresponsabilidad de una minoría es capaz de dar al traste con los esfuerzos de la mayoría. Así de simple. Así de triste.
Dice la teoría del efecto mariposa que el batir de sus alas en una parte del mundo puede provocar un huracán en el lado contrario. Si una acción tan pequeña e insignificante genera un cambio tan drástico, imagínense la cadena de acontecimientos que nace de un simple botellón o de una irresponsable reunión familiar sin mascarillas. Algo que hace unos meses era lo más común del mundo, en tiempos de pandemia se convierte en una bomba de relojería que acaba saturando el sistema sanitario y frenando de nuevo un crecimiento económico que, guste o no, va íntimamente ligado a una gestión exitosa del coronavirus. Esto se nos tiene que meter de una vez por todas en la cabeza si no queremos volver a las andadas.
A día de hoy un botellón o una reunión familiar sin medidas de protección es un acto delictivo. Como el que entra en un supermercado y roba a punta de pistola o el que se asoma a la ventana de su piso de Buenos Aires y se lía a tiros. Así de claro. Las personas que protagonizan esos comportamientos irresponsables son auténticos terroristas. Su acción aparentemente insignificante no es el simple aleteo de una mariposa. Es un huracán en toda regla. Aquí el Gobierno tiene mucho que decir, ya que los ciudadanos no podemos convertirnos en policías. El Ejecutivo está haciendo una vergonzosa dejación de funciones. De nada sirve que el indecente delegado gubernamental en Madrid, José Manuel Franco, se indigne por la manifestación de los criminales amigos de Bosé y sin embargo no mandara a las fuerzas del orden a disolver semejante atentado. Ya sé que a la progresía lo de la ‘mano dura’ le suena a fascismo, pero a día de hoy es la única herramienta posible.
Muchos se preguntan estos días cómo es posible que España sea, de largo, el país con peores registros de la UE. Si escuchamos la opinión de los expertos sanitarios el diagnóstico es muy similar: la ausencia de una gestión eficaz y la falta de responsabilidad individual. De lo contrario no se explica que países como Portugal, donde no es obligatoria la mascarilla y la movilidad es absoluta, vivan un escenario diametralmente opuesto. Ya nadie duda que la desescalada fue demasiado acelerada y nos plantamos en la ‘nueva normalidad’ sin ningún plan. A estas alturas Sánchez no se ha enterado que pedir ayuda a los que saben no es síntoma de flaqueza, sino de fortaleza. Una incapacidad que se ha unido al carácter de un país al que le gusta socializar y ha llevado mal asumir un cambio tan radical. Un nuevo paradigma donde si uno deja de remar, es capaz de hundir el barco entero.
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