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Llevo tiempo preocupado por la imagen que ofrece nuestra Salamanca en la literatura. Y no se trata de un problema puntual, sino de algo que ... se ha arrastrado a lo largo de los siglos. En gran medida, la imagen de un lugar es el escaparate de quienes lo habitan. Por eso, creo que todos debemos aportar nuestro granito de arena para proponer la revisión de algunas cosas que, inconscientemente, hemos dado por buenas sin darnos cuenta de que pueden resultar ofensivas.
Pensemos en La Celestina. Con demasiada alegría se llama hechicera a la protagonista, condición peyorativa que empeora al apreciarse la circunstancia de que cobraba por su magia. En su tiempo, tal vez Fernando de Rojas no alcanzara a comprender la gravedad del asunto, pero hoy, por nuestro bien, deberíamos transformar a la buena señora en psicóloga o consejera sentimental. El Lazarillo de Tormes también merece revisión. Lázaro despertó de la ingenuidad tras la calabazada que su amo le dio contra el toro del puente, pero no es normal que un adulto, por ciego que sea, atente contra la integridad de un menor necesitado de especial protección. Es lamentable el prejuicio que define esta obra anónima respecto de los invidentes, induciendo al lector a creer, además, que la letra con sangre entra. Otra obra que redunda en perjuicio charro es El Estudiante de Salamanca cuando describe a un Félix de Montemar machista, mentiroso y bravucón que abandona a la inocente y desdichada Elvira a su suerte. Si Espronceda creyó entonces necesario diseñar un personaje de esa catadura, ¿acaso no debemos hoy reescribir la obra para suavizar sus detestables perfiles? Ganaría mucho transformado en cantante de reguetón. Y, ya metidos en harina, ¿por qué no rectificar Entre visillos? Aunque en los cincuenta ocurriese, hoy no cabe mantener esa vieja historia de que una mujer abandone los estudios porque se vaya a casar.
A Carmen Martín Gaite no le importaría, seguro. Tampoco a Roald Dahl o a Ian Fleming, cuyas obras serán revisadas –estas sí, como han anunciado sus editores, con la complacencia de sus herederos–, porque en ellas aparecen gordos, feos, calvos y negros, y además se habla descarnadamente de ellos. La dictadura de lo políticamente correcto sabe bien que solo lo delgado, lo bello o lo blanco merece ser citado, y que los lectores no solo son idiotas por naturaleza, sino que necesitan tutela de por vida, no vaya a ser que tengan la desfachatez de pensar.
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