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Ya ni el anuncio de que el uso de la mascarilla dejará de ser obligatorio en exteriores a partir de este sábado nos anima. Es más, en una encuesta que planteaba la edición digital de este periódico el pasado fin de semana, seis de cada ... diez salmantinos aseguraba que no pensaba quitársela. Puede más la precaución que la liberación.
También ha pasado el tiempo en el que, al cruzarnos con alguien, no le dábamos los buenos días, sino que le preguntábamos cuándo le iban a vacunar. Tal era la ansiedad y la esperanza.
Será la fatiga pandémica. Pero es que en este año y pico nos han dado tantos palos que nos hemos vuelto unos descreídos. Nos han mentido a la cara, semana tras semana, con datos que nadie en su sano juicio podía creer. La contradicción y la falta de un criterio claro han sido la tónica dominante en los mensajes que hemos recibido, hasta el punto de que sonreíamos con resignación cada vez que los escuchábamos. Nos han prometido ayudas a troche y moche que nunca llegan. Hemos visto a políticos de Ciudadanos no oponerse a la concesión de los indultos a los presos del procés. Hemos ido a llenar el depósito de la gasolina y hemos tenido que poner un billete más encima del mostrador. Hemos abierto el sobre con la factura de la luz y nos ha dado un vuelco el corazón. Miramos hacia nuestra futura jubilación y solo atisbamos negros nubarrones en un país que difícilmente sostendrá el Estado del Bienestar, con una deuda pública que ya ha alcanzado el 125% del Producto Interior Bruto, la cifra más alta en 140 años.
Claro que es difícil levantar la moral cuando ves a un Gobierno, débil y rodeado por quienes odian a España, más preocupado por acercar presos de ETA a las cárceles del País Vasco y por tramitar unos indultos que nadie quiere: ni la mayoría de los españoles, ni muchos de los propios socialistas que callan acobardados por seguir chupando del bote, ni los propios independentistas que, envalentonados, los desprecian mientras reclaman amnistía y referéndum. Hasta miramos con escepticismo el anunciado maná europeo que -dicen- nos va a sacar de esta.
Ya ni la Selección nos ilusiona. Atrás quedó el tiempo en que los balcones se poblaban de banderas españolas para manifestar nuestro apoyo al combinado nacional. Ahora, en lugar de cervezas, nos pedimos un café para no quedarnos dormidos con su juego anodino y previsible. He llegado a pensar -hoy tengo el día negativo y se me va la cabeza- que el propio Gobierno estaba detrás de la elección de los jugadores que iban a disputar la Eurocopa para no molestar a los indepes. De no ser así, no puedo explicarme todavía que Luis Enrique no encontrara un futbolista, uno, en el equipo español que más lejos ha llegado en la Champions esta temporada y que a punto estuvo de proclamarse campeón de Liga, si llega a pitarse el posible penalti que sufrió un jugador del Valladolid en el último minuto en el partido que disputó contra el Atlético de Madrid en la última jornada. Y, sin embargo, sí ha podido llevar a un francés de pura cepa, que ha jugado en las categorías inferiores de la selección gala y que lo han hecho vasco en el Athletic Club porque un ojeador bilbaíno lo vio un día en un torneo en Aquitania y le gustó. Euskadi es muy extenso, por si no se habían dado cuenta. La mediación del nuevo presidente del Consejo Superior de Deportes, José Manuel Franco, -que lo mismo vale para ser secretario general de los socialistas madrileños o delegado del Gobierno en Madrid o dirigir los destinos del ejercicio físico del país- resultó vital para su nacionalización express. Con este historial, ya me dirán ustedes el sentimiento que le producirá al chaval lucir la Roja. Desde luego, mucho menor que el sonrojo que sentimos todos al ver cómo le comía la tostada el sábado pasado Lewandowski.
Y así vagamos por la Eurocopa, siendo fiel reflejo de un país en descomposición.
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