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Perdónenme que no haya seguido la boda del año, que solo sepa de oído —ni siquiera lo he visto— que el ramo de la novia ... era de ¿gladiolos? negros —pero ¿existen los gladiolos negros o los pintaron con un spray de grafiti?—, y que se prohibieron no sé cuántos colores, por algo que ni siquiera he conseguido descifrar, además de a los niños, para que no molestaran. Les pido perdón, de corazón y con humildad, porque no me interesara la boda-espectáculo, porque desde el comienzo me pareciera una horterada de celebración. A mí que me da igual que los ricos tiren la casa por la ventana en los matrimonios. No solo no me caen mal los ricos, ni les tengo ninguna envidia, sino que cuanto más tiren la casa por la ventana, más trabajo significará para los menos ricos y hasta para los pobres. Pero detesto el mal gusto. Y creo que en el caso de esta boda, comenzó con la desconfianza hacia los invitados a los que se les requisaron los móviles. Verán, me parece tristísimo que el mundo entero se pase la vida fotografiando o grabando la vida, en vez de viviéndola, pero entiendo que estos aparatos que nos tienen secuestrados, contienen mucho de nosotros mismos y, además, nos mantienen en comunicación no solo con las chorradas sino también con las obligaciones y con los afectos. Tener que deshacerse de ellos solo por el capricho de unos millonarios que van a convertir su boda en un parque temático me parece abominablemente ridículo. Si uno no quiere que su boda salga en los papeles, igual, qué se yo, reduce el número de invitados y se queda con los amigos de verdad —¿también habría que dejarlos sin móvil?—, se olvida de las norias y los coches de choque de las ferias y oye, si quiere les regala un concierto del que puedan llevarse una foto de recuerdo, que seguramente les hará más ilusión que las botellitas de aceite.
No he visto más que el primer vestido de Pilar Rubio (ni siquiera me he fijado en las fotos de él). Y he constatado una vez más que es una de las mujeres más extraordinariamente guapas que he visto en mi vida. Y me alegra que, además de ser guapa, sea tan feliz, como para haberse decidido a casarse con su Sergio Ramos del alma suya, tres hijos después de conocerlo. Pero me ha quedado claro que lo del buen gusto no va con ella —eso se sabía, pero, oigan, no iba a ser perfecta la muchacha, que si no, qué mal repartido andaría el mundo—, y de ahí que su boda pareciera un fiestón de esos que se anuncian en Ibiza para los charters de británicos, pero con chaqué. Espero que sigan siendo felices y comiendo perdices (teñidas de negro, si hace falta, como las flores del ramo) y que sus amigos sigan fardando por redes de la maravillosa experiencia que vivieron gracias a los novios que ya son marido y mujer. Pero les pido que si dentro de unos años se recasan (¿por qué no?, también está de moda) que se fijen en las celebraciones de principios del siglo XX de Marchesa Casati. Puestos a hacer chorradas, que hagan volar un millón de mariposas o que alimenten pavos reales en sus jardines para que exhiban sus plumajes. Digo yo que mejor eso que los churros de la feria, que no sé si hubo, pero que pegaban con las atracciones que eligieron.
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