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Perdónenme que no haya seguido la boda del año, que solo sepa de oído —ni siquiera lo he visto— que el ramo de la novia ... era de ¿gladiolos? negros —pero ¿existen los gladiolos negros o los pintaron con un spray de grafiti?—, y que se prohibieron no sé cuántos colores, por algo que ni siquiera he conseguido descifrar, además de a los niños, para que no molestaran. Les pido perdón, de corazón y con humildad, porque no me interesara la boda-espectáculo, porque desde el comienzo me pareciera una horterada de celebración. A mí que me da igual que los ricos tiren la casa por la ventana en los matrimonios. No solo no me caen mal los ricos, ni les tengo ninguna envidia, sino que cuanto más tiren la casa por la ventana, más trabajo significará para los menos ricos y hasta para los pobres. Pero detesto el mal gusto. Y creo que en el caso de esta boda, comenzó con la desconfianza hacia los invitados a los que se les requisaron los móviles. Verán, me parece tristísimo que el mundo entero se pase la vida fotografiando o grabando la vida, en vez de viviéndola, pero entiendo que estos aparatos que nos tienen secuestrados, contienen mucho de nosotros mismos y, además, nos mantienen en comunicación no solo con las chorradas sino también con las obligaciones y con los afectos. Tener que deshacerse de ellos solo por el capricho de unos millonarios que van a convertir su boda en un parque temático me parece abominablemente ridículo. Si uno no quiere que su boda salga en los papeles, igual, qué se yo, reduce el número de invitados y se queda con los amigos de verdad —¿también habría que dejarlos sin móvil?—, se olvida de las norias y los coches de choque de las ferias y oye, si quiere les regala un concierto del que puedan llevarse una foto de recuerdo, que seguramente les hará más ilusión que las botellitas de aceite.

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lagacetadesalamanca La gran boda