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No debemos engañarnos: el objetivo principal de Podemos y de sus amigos (incluidos los sanchistas) tiene poco que ver con las penas a violadores y ... maltratadores en el Código Penal; lo que pretenden es derogar uno de los principios básicos de la modernidad: “Todos son inocentes mientras no se demuestre lo contrario”.
El destrozo ya empezó en la época de Zapatero con la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, según la cual las penas son distintas (según el nuevo artículo 153.1 del código penal) dependiendo del sexo del delincuente. Si el delito lo comete un hombre es penado más que si lo comete una mujer. Y aun cuando esa diferencia sea cuantitativamente poco relevante (prisión de seis meses a un año si el agresor es un varón y de tres meses a un año si la agresora es mujer), sí resulta trascendente en el campo de los principios jurídicos. Porque en una Democracia es inadmisible que se violente el principio de igualdad ante la ley.
Pero vayamos a la carga de la prueba en los delitos cometidos por varones contra las mujeres y leamos al profesor Pablo de Lora:
“La prueba en muchos casos no será fácil para quien denuncia. Ni siquiera si hay signos corporales evidentes. Por ejemplo, en las relaciones sadomasoquistas la violencia o la intimidación es la condición para el consentimiento”.
A propósito del consentimiento, la intención de la ley del sólo sí es sí se detecta leyendo el anteproyecto de ley: “Se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto”, ¿lo ha de expresar ante notario?
La disyuntiva estaba clara. Mantener el compromiso con principios tales como la presunción de inocencia y los derechos de defensa tiene un coste evidente: el de aquellos que fueron efectivamente agresores pero cuyo comportamiento no pudo ser probado. La alternativa es dar absoluta y concluyente credibilidad al testimonio de la víctima y trasladar al acusado la prueba de su inocencia, lo cual contradice un principio sostenido por cualquier código penal democrático.
La ilustre penalista Concepción Arenal apostó siempre por la presunción de inocencia, y con ella todos los penalistas de prestigio... hasta que llegó Irene Montero y las de su cuerda para imponer que la carga de la prueba corresponde a quien niega y no a quien denuncia.
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