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Es posible que algunos lectores se pregunten qué nuevo sentido puede tener esta palabra. El verbo “cancelar” en los últimos tiempos ha adquirido un significado ... novedoso, distinto del que habitualmente le atribuimos cuando hablamos de cancelar un viaje, un contrato o una hipoteca, pongamos por caso.
Cada vez se habla más en determinados medios de la “cultura de la cancelación” como fenómeno que poco a poco ha ido ganando terreno en las relaciones sociales por lo que supone de fastidiarle la vida a alguien, es decir, boicotear, condenar al ostracismo a aquellas personas –famosas por lo general– o instituciones que osan emitir juicios u opiniones supuestamente hirientes de la sensibilidad de otras personas o colectivos.
En realidad, aunque no se llamara así, esta actitud infame de señalar a quienes no comulgan con determinados prejuicios viene de lejos. Es tan antigua como la historia del mundo, y uno de los ejemplos acaso más palmarios fue la política de descrédito y persecución emprendida contra los judíos en la Alemania nazi, paso previo al exterminio total.
Como tantos neologismos, la cultura de la cancelación en su acepción contemporánea proviene de Estados Unidos, al igual que otras muchas pendejadas lingüísticas que moverían a la hilaridad o al desprecio si no fuera por la carga de perversión y daños personales que acarrea. En este sentido, no andamos muy lejos de la gran industria de la mentira y de la rampante neocensura avalada por el poder mediático de ciertos prebostes de la cultura y la política.
Dado nuestro proverbial papanatismo, estas tendencias “cancelatorias” foráneas fueron acogidas con fruición en determinados entornos diabólicamente adoctrinados a tal efecto. Lo que pretenden es borrar de la memoria, hacer desaparecer de la sociedad y de las redes sociales al acusado de heterodoxia doctrinal.
A los “cancelados” se les acusa de elitistas, machistas, sexistas, racistas, homófobos, imperialistas, reaccionarios, fachas, heteropatriarcales y una larga ristra de epítetos teórica y socialmente reprobables a los ojos de los nuevos misioneros de la ética, celosos guardianes de la corrección política. Lo cual, a la postre, conduce a la banalización de algunos vocablos, como fascista, por ejemplo, aplicable desde esta óptica tanto a Hitler y Putin como a cualquier intelectual, artista o parlamentario a quien se quiera destruir social y políticamente.
En algunas universidades norteamericanas se ven ya preocupantes ejemplos. No solo se ataca el principio de la libertad de cátedra señalando lo que debe o no enseñarse, sino qué profesores deben ser expulsados por saltarse esta nueva “dictadura de la cancelación”. Esperemos que, a pesar de algunos atolondrados paladines de la cancelación, no cunda el ejemplo entre nosotros.
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