La buena educación
Jueves, 30 de enero 2020, 04:00
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Jueves, 30 de enero 2020, 04:00
Las matemáticas son taxativas: si apuestas tu dinero en cualquier juego de azar tienes una altísima probabilidad de perderlo todo.
Hace unos años asistí a ... un convite en el Salon Rose del Casino de Montecarlo. Dejando a un lado la sensación de que James Bond aparecería empuñando su Walther en cualquier momento, entre los jugadores hubo uno que me llamó la atención. Era un tahúr que apostaba con ímpetu a la roulette. El tipo tenía clase: John Lobb en los pies, Panerai en la muñeca y Canali sobre los hombros y, de manera meditada, ponía fichas en las casillas del tablero. El fulano en cuestión sabía jugar, tenía callo, se notaba que no era su primera vez. Pero aquella noche Fortuna no estaba de su lado. Tras un rápido cálculo mental de fichas, colores y su correspondiente valor, llegué a la conclusión de que el jugador trajeado de la mesa —en tres manos y dos minutos de juego— había perdido más de cincuenta millones (de las antiguas perras).
Se percibía que el individuo no necesitaba ese dinero, pero estoy convencido de que no le gustaba perderlo. Sin embargo, lo perdió. Y no pudo culpar a nadie de estar allí coaccionado, pues entró por su propio pie.
El sábado, paseando por nuestra inmemorial Salamanca, me crucé con la manifestación de la Coordinadora Vecinal Contra las Casas de Apuestas. Su intención me pareció muy laudable, pero eso de exigir el cierre de las casas de apuestas, lo siento, pero no lo comparto. Padezco de aversión a la dictadura de la prohibición.
Estos lugares buscan, como cualquier empresa, obtener beneficios. Su diana está en atraer a un público joven con bebidas baratas y deporte en directo. Se sitúan en zonas desfavorecidas y dan todas las facilidades para que los clientes entren, dejen su dinero, salgan y vuelvan el próximo día con más dinero que perder y el bisoño pensamiento de poder ganar algo. Pero la banca es la única que siempre gana.
Me gusta el proverbio chino que dice; “si he educado bien a mi hijo no necesitará mi herencia, si lo he educado mal no la merecerá”. En esta vida gran parte de las decisiones que tomen nuestros hijos —nuestros, Celaá, ¡nuestros! — dependerá de la educación que nosotros les hayamos dado. Si bien ellos —como todos— tomarán sus propias decisiones y padecerán sus propios fracasos, es nuestra obligación educarlos para que, desde la libertad, puedan tomar la decisión correcta cuando llegue el caso.
El problema es que educar requiere de persistencia, sacrificio, modelo y esfuerzo por parte de los padres y no siempre hay garantías de éxito. Asuman su responsabilidad paternal; quítenles los móviles y denles libros; inviertan tiempo estando a su lado, no dejen que la tele los eduque y no deleguen en otros sus obligaciones. Por arte de magia no necesitarán prohibir.
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