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María, Mari, una bisabuela de 96 años de la localidad palentina de Villamuriel de Cerrato -aunque afincada en Salamanca desde los 14 años- me ha ... apartado hoy de la crítica política. Y bien que se lo agradezco a Mari, pues tanta presión ambiental, tantos problemas, tanta inflación y tantas preocupaciones necesitan un freno, un bálsamo que nos saque del mal camino.
Conocía a Mari de hola y adiós al coincidir en sus paseos vespertinos con su amiga Charo, pero no fue hasta el martes por la tarde cuando tuve ocasión de charlar con ella un buen rato en una terraza de García de Quiñones. Primero de pie, aunque ejerció tal magia sobre nosotros, que nos ofrecimos a acompañarla un rato. Mari me hizo pensar en mi mamá, una sensación siempre tierna y protectora, y hablando y hablando hasta recordaba de niño a su difunto marido, taxista en la parada que hubo junto al “Toscano”.
A grandes pinceladas, nos habló de la pérdida de su padre en la guerra, de su primera vida en Salamanca, en la calle Varillas, de la dolorosa muerte de un hijo en un accidente de tráfico (lo dijo con unas lágrimas dulces), de sus nietos y de sus ocho biznietos; nos habló de su independencia, de sus paseos, de los felices fines de semana que pasa con los suyos, de que sigue cocinando y planchando, llevando su casa con sano orgullo; nos habló de la peluquería del barrio del Oeste a la que sigue yendo cada quince días...
Compartir ese rato con Mari fue un regalo de Dios, se lo puedo asegurar. Un regalo divino de realidad, de esperanza... A medida que ella hablaba, yo salía de mis problemas con banda de música. Y Catalina, que me acompañaba, lo mismo: nos quedamos literalmente prendados de esta gran señora.
Ella lamentaba con humildad y resignación no tener estudios, pero su educación y sus maneras no podían ser de mejor factura. Fue sin duda para nosotros un momento excelso de la tarde, de la semana, de la vida...
Por primera vez, una persona mayor me liberaba del estigma de la vejez, quizá porque yo mismo me hago viejo. Pero si me hago caso de Mari, ser mayor es toda una bendición ateniéndome a sus condiciones -aunque ella se empeñe en que a veces “se le va la pinza”-, a sus ganas de vivir, de arreglarse, de estar guapa y lista para hacerle otra paella a su familia. Ya no tengo miedo a ser mayor, sobre todo hoy que es mi cumpleaños.
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