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Una noche sin luna de diciembre de 1853, a la luz de lámparas de aceite, varias cuadrillas se apresuraban a sacar carretillas de arena de ... las ruinas de Nínive, arrasada por los babilonios en el 612 a.C.. Hormuzd Rassam, un pudiente cristiano sirio que había estudiado en Oxford y fracasado en la diplomacia, estaba apunto de hacerse un nombre en la historia de la arqueología por la vía de la picaresca: la licencia del yacimiento la tenía un arqueólogo francés y él excavaba por la noche, a escondidas y cuando el hallazgo estaba ya a punto de caramelo. “¡Soooar!”, gritó desde el fondo uno de los peones (¡Imágenes!), cuando apareció el primer relieve en alabastro, con la imagen de un rey armado con arco, sobre su carruaje y cazando leones. Esa misma noche vieron la luz las primeras tablillas de terracota de la biblioteca de Asurbanipal, la más antigua de la que tenemos constancia. En el creciente fértil, los libros acompañaron a la Humanidad cuando comenzó a civilizarse y desde entonces han despertado estos focos de saber fascinación y encantamiento. No se si detrás de cada gran hombre hay una gran mujer, pero sospecho que detrás de cada gran hombre ha habido una gran biblioteca. Eruditos como Platón, Eurípides, Tucídides y Heródoto compartían las suyas con sus alumnos. En su corta vida, Alejandro tuvo tiempo de ordenar la construcción de la de Alejandría. Conservamos al menos la fachada de la de Éfeso, apenas un esqueleto tan seductor como la idea de la legendaria biblioteca de la ciudad persa de Shiraz. Bibliófilos como Petrarca o el obispo inglés Richar de Bury compitieron con los monasterios benedictinos antes de la llegada de la imprenta, el big bang de los libros, atesorados hoy por concienzudas bibliotecas nacionales que he recorrido por medio mundo y que impresionan por su contenido tanto como por su forma. Yo destacaría la del Trinity College de Dublín y la Geisel Library de California, cada una en su estilo y en su tiempo, además, como no podía ser de otra forma, de la de la Universidad de Salamanca. Porque la arquitectura ensalza al libro y se une a las letras en la elevación del espíritu. Por eso hay librerías que nos hechizan, como la Lello e Irmao en Oporto, Ateneo Grand Splendid de Buenos Aires o la Selexyz Dominicanen de Maastricht, que bien merecen un viaje. Pero ayer tuve la oportunidad de comprar varios libros en la librería más bella que el viajero pueda haber imaginado, que no aparece como tal en las guías de los amantes de los impresos pero que encofraba en la mañana primaveral miles y miles de ejemplares, prestándoles al menos parte de su sobria belleza y silenciosa sabiduría. En la Plaza de Salamanca entablé conversación con varios de esos héroes que, en la era visual, siguen una vocación de sacerdocio, como es hoy la de librero. Y mi satisfacción fue tal, al ver a tantos salmantinos jóvenes a la búsqueda de un texto que echarse a la neurona, que salí de allí como ya merendada. Optimista y llena de esperanza. Rainer Maria Rilke, considerado uno de los más grandes poetas de la literatura universal, escribió que “la verdadera patria del hombre es la infancia”, pero la mía son los libros y me llena de gozo encontrarme con tal multitud de compatriotas. Ni Villalar, ni fútbol, ni campaña electoral: páginas impresas. Ideas e historias. Hombres y almas. Relatos y símbolos con los que arañar sentido a la existencia compartida de generaciones y generaciones, alimento del pensamiento crítico y fuga a universos tan ajenos y desconocidos como propios, que explorar desde las páginas y en los que reconocerse a uno mismo. Después de ese placentero empacho de Plaza Mayor, caigo sin remedio en una profunda lectura de la que solo despierto para entregar, tarde, esta reseña. Enardecida por el fervor por el reino de los libros, agradecida a cada pluma que hizo su aportación a la milenaria construcción que comenzó en Uruk, hace cuatro mil años, con la Epopeya de Gilgamesh, y complacida por el hecho de que la vida me haya llevado por este camino, por el oficio de juntaletras.
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