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Emilio Lorenzo, salmantino de Puerto Seguro, que fue miembro de la RAE y junto a Antonio Tovar uno de los artífices de que las Filologías ... Modernas adquirieran rango universitario a principio de los años cincuenta, ayudó a muchos filólogos a ascender y consolidar brillantes carreras universitarias. Durante varias décadas fue uno de los miembros fijos de todos los tribunales de cátedras tanto lingüísticas como literarias. Tenía fama de cascarrabias, pero no de injusto en sus apreciaciones, y así se lo reconocieron sus discípulos a lo largo de los años. Poco antes de su fallecimiento, la Universidad de Salamanca lo propuso como Doctor Honoris Causa. Entre las muchas anécdotas que jalonan su larga trayectoria académica, yo fui testigo de una de ellas. En el transcurso de una conversación, un colega le dijo: “Don Emilio, Fulano de Tal –miembro, por supuesto, de la tribu universitaria— anda por ahí hablando muy mal de usted”. A lo que don Emilio respondió: “Pues es raro, porque yo a ese chico nunca le hice ningún favor”.
Esta anécdota refleja uno de los “pecados capitales” que, sin serlo propiamente, abunda en el mundo actual, junto con la envidia, de la que la ingratitud es pariente próximo. No solo en el seno universitario, donde suele ser pan de cada día, sino también –y me atrevería a decir que, sobre todo--, en el de la política, especialmente cuando los intereses personales o de partido interfieren con el pragmatismo y la disciplina a ultranza, conceptos ante los que todo deber de gratitud sucumbe. Sobran los ejemplos de aspirantes a un carguito que, subidos al carro, reniegan de quienes les ayudaron e incluso hacen todo lo posible para que se olviden las relaciones de dependencia y servidumbre que una vez existieron.
La ingratitud ha existido siempre. Ya Shakespeare, en Noche de Reyes nos viene a decir que detesta más la ingratitud que la mentira, la vanidad, la ebriedad y cualquier otro vicio que alberga la naturaleza humana. Por su parte, Lope en El caballero de Olmedo sostiene que la ingratitud “entre villanos reside” y constituye la quintaesencia de todo lo que de vil tiene la bajeza del ser humano.
La sociedad no siempre ha sabido reconocer a quienes se han esforzado en pro del bienestar de los demás. Ejemplos los tenemos en abundancia desde el mundo clásico grecolatino. Catón, sin ir más lejos, describió con todo detalle en De Agri Cultura el proceso de salar los jamones, proceso que, por lo que yo sé, no ha variado un ápice desde entonces hasta ahora. Nadie se lo reconoce. Cuán ingratos somos. Tal vez en Guijuelo, donde acaban de concluir con gran éxito las Jornadas de la Matanza, vean la posibilidad de rendirle a este adelantado jamonero y coetáneo de Plauto un homenaje que atenúe la ingratitud padecida durante más de veinte siglos.
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