Iconoclastas “low cost”
Lunes, 13 de julio 2020, 05:00
Secciones
Destacamos
Lunes, 13 de julio 2020, 05:00
Resulta fascinante la afición extendida en nuestro tiempo por hacer desaparecer del espacio público vestigios del pasado que, por las razones que sean, nos incomodan ... en el presente. Lo hemos comprobado en las últimas semanas, a raíz del repugnante asesinato de George Floyd por un policía de Minneapolis y de las movilizaciones surgidas a continuación en medio mundo, que se han llevado por delante multitud de efigies de personajes que, con razón o sin ella, los airados manifestantes tomaron como emblemas de la explotación racial, imperialista o esclavista
Conviene aclarar de entrada que esto no va de “historia”, en el sentido de que nada tienen que afirmar al respecto los historiadores que no pueda decir, con la misma propiedad, cualquier otro ciudadano con cualquiera otra ocupación profesional. “Esto” va de presente, o mejor dicho, del uso del pasado en el presente. Y en esta materia no hay métodos científicos ni rigores interpretativos que valgan, sino aproximaciones parciales a la historia todo lo parciales, emotivas e irracionales que las sociedades, en cada caso, prefieran. Los historiadores, si actuamos como tales y no como agentes de otras causas, preferiríamos en principio mantener esos testimonios del pasado, ayudar a comprenderlos en el contexto en el que aparecieron y, en su caso, contribuir a darles otro significado. Aunque por otro lado, todo es cuestión de grados: nadie entendería hoy la presencia en Alemania de estatuas que glorificasen a Hitler, como resulta difícil de entender la pervivencia en Bélgica de estatuas de Leopoldo II, responsable directo de una explotación colonial particularmente inicua que produjo millones de muertos. Pero, salvando los casos extremos, ya queda dicho: el espacio público no es de los historiadores, sino de todos y entre todos debemos decidir cómo organizarlo.
También conviene tener en cuenta que no estamos, ni mucho menos, ante un fenómeno nuevo. No haría falta remontarse a la antigua Roma, cuando se estableció la institución de la “damnatio memoriae”, que hacía desaparecer de las ciudades las estatuas y los símbolos de figuras políticas caídas en desgracia tras su muerte. Los iconoclastas fueron los promotores de un cisma religioso que en los siglos VIII y IX denunciaron en Bizancio la adoración de las imágenes religiosas y se dedicaron a destrozarlas. Y ya en época contemporánea, las revoluciones han ido siempre acompañadas de destrucciones o mutilaciones de las estatuas que simbolizaban la tiranía contra la que se luchaba. Nunca olvidaremos aquellas impactantes imágenes, vividas en directo a través de la televisión, del derribo de la gran estatua de Sadam Hussein en Bagdad tras la intervención de los Estados Unidos en Irak en el año 2003.
Por tanto, no estamos ante acontecimientos que puedan combatirse con lecciones de historia ni ante hechos que tengan que desconcertarnos por su radical novedad. La fascinación o el interés que producen tienen que ver, sin embargo, con algo que sí es nuevo, y que dice mucho de un tiempo como el nuestro, en el que tanto prestigio tienen el compromiso de salón y la cómoda adhesión a causas justas pero lejanas y, por ello, de bajo o nulo riesgo. Un tiempo en el que un narcisismo algo infantiloide impera y en el que necesitamos a toda costa sentirnos en el lado de los buenos y exhibir nuestra virtud, protegidos de todo mal. En ese contexto, era de esperar que el asalto a los símbolos del pasado, antes reservado para las grandes ocasiones, se haya ahora banalizado, convertido a veces en entretenimiento de fin de semana, siempre, eso sí, con el colchón de la ausencia de verdaderos peligros
Porque ya me dirán ustedes cuánto de arriesgado hay en manifestarse, yo qué sé, en Alsasua, contra la violencia policial que sufren los negros en los Estados Unidos. Si lo haces te encontrarás incluso en la compañía de los de Bildu, que con gesto compungido se indignan por la suerte de esos pobres negros de América, mientras siguen comprendiendo y justificando (mejoramos, pues antes aplaudían) los asesinatos que ETA cometía entre sus vecinos. O, en otro nivel, ¿qué me dicen de ese afamado entrenador de fútbol -quintaesencia del Narciso contemporáneo- que hace unos años disculpaba los insultos racistas de su afición a un jugador del odiado equipo rival y ahora se compadece de esos pobres afroamericanos de los Estados Unidos? Pues eso, que emplearse en transformar tu realidad más cercana -y hacerla más justa, libre de violencias y desigualdades- es complicado y, por lo general, costosillo. En cambio, puede que actuar contra las representaciones de esa realidad no la modifique en absoluto, pero -sobre todo si se trata de una causa noble pero remota- es barato, de mucho lucimiento y le deja a uno tan a gustito.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Publicidad
Sigues a Mariano Esteban de Vega. Gestiona tus autores en Mis intereses.
Contenido guardado. Encuéntralo en tu área personal.
Reporta un error en esta noticia
Necesitas ser suscriptor para poder votar.