Golpe de pádel
Jueves, 25 de junio 2020, 05:00
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Jueves, 25 de junio 2020, 05:00
No son raquetas, son palas”, me dijo mi hermano cuando le pedí la suya para jugar al pádel con otros tres padres. Estaba cansado de ... caminar solo, necesitaba hacer algo de deporte pero, sobre todo, estaba ansioso por pasar un buen rato.
La cita era en una urbanización de adosados a las afueras de un pueblo púnico. Al sur de Madrid. Y allí que me planté con mi moto, mi chandalito, mis palas –que no son raquetas- y una mochila con dos litros de Acuarius o Gatoreid. Era azul. Todo perfecto.
El más ducho de los cuatro, el que cedía la pista de pádel para el test, nos dio unas nociones básicas. Explicó las normas y, con paciencia infinita, insistía una y otra vez en la importancia de la pared. No hizo falta echar a suertes los equipos. El más gordo y entrado en edad, -o sea, el menda lerenda- iría con el que más sabía. Y empezamos a pelotear. Sin raqueta, con la pala. Ofcors.
La noche estaba avanzada y le dábamos a la pelota concentrados porque íbamos con un ajustado cinco juegos a cuatro en el marcador. Estaba al caer la bola de set. Y cayó. Pero no la bola. Caí yo. Entero.
Recuerdo borrosa la jugada. Se me había metido el sudor en los ojos. No llevaba gafas y los focos destellaban cuando entornaba la vista en busca de la pelota. Me pesaban las piernas. Mi mente llegaba antes que el resto del cuerpo a una bola que fue definitiva, aunque nadie lo celebrara. Caí como un borracho cuando pierde pie y no llega a tiempo para poner las manos. Me abrasé la frente, el pómulo y dejé parte de la barba entre las briznas de hierba artificial. La arenilla se me incrustó en las encías.
Me había caído. Me quedé tirado. Sentí la pala –que no es una raqueta- en mis costillas, y los padres del pádel se preocuparon. Los tres vieron la jugada a cámara lenta. Sucedió muy despacio en una décima de segundo. “Ha sido una caída fea” escuché a uno desde el suelo sin ningún dolor porque no me cabía con tanto miedo.
Poco a poco me reincorporé. En una fuente cercana me enjuagué las heridas. Fui recobrando la calma y, con ella, el escozor en las manos, la rodilla y la cara. Abrasador. Conseguí ponerme casco y guantes para subirme a la moto. Llegué a casa hecho un cristo y apenado. Les había estropeado el pádel a los padres estropeándome cara, costilla y manos.
“Para echarle salsa barbacoa”, les contesto por wasá cuando me preguntan por la costilla pensando en retomar el pádel. Y es que la bola entró. Sí, me caí ridículamente. Pero el partido se ganó.
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