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Aprendí a escribir en el colegio, pero fue Íñigo Domínguez de Calatayud el que me enseñó a dar sentido a lo que escribía. Sentido ... informativo y a ser posible que no aburriera, claro. Era director de este periódico y de una categoría especial. Una galerna del periodismo, formado en la escuela clásica, con un carácter muy suyo y a mayores, de Bilbao. Sabías cómo terminaba cualquier discusión con él porque tenía razón y era bilbaíno, además de esgrimir el muy académico Diccionario de la Lengua Española como libro de estilo y verdad absoluta. Recuerdo una discusión sobre “modorro”, que terminó como ya le he dicho, así que ahí va en su honor mi “modorro” entrecomillado. Con cada corrección, discusión y conversación aprendí muchísimo, y cuando escribo tengo muy presentes los mil y un apuntes que me daba y darían forma a un denso taller de escritura y casi a una carrera de Periodismo. Podría seguir por nuestra afición común a la gastronomía: si el producto, si la cocina moderna o la clásica, que si el norte o el sur... Me temo que su afición a discutir y tener la razón la habrá llevado hasta su nuevo domicilio y la estará practicando con la vehemencia de siempre. O sea, que si tiene cara a cara a San Pedro, creo que casi le habrá convencido de que eso de la paternidad de la Iglesia es discutible. En fin, era como era y en esto incluyo su vocación de parachoques cuando a un redactor se le cuestionaba, y su ejemplo a la hora de escribir sin miedo. Miren que dijo cosas en sus “Cuatro esquinas” de todo y de todos... Se la jugaba y lo sabía. Ya me conocen: no creo demasiado en eso de la muerte. Suele exagerarse. Y más cuando alguien campa a sus anchas por la hemeroteca y fluye en la tinta que muchos empleamos.

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