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En pocos años se ha elucubrado mucho acerca de la universidad y las mil leyes que la rigen. Hay quienes sostienen que estamos ante el testimonio visible de un naufragio del sistema educativo superior; que con la proliferación de leyes sucesivas y solapadas el organismo se atrofia; que los campus universitarios no son sino el espejo de la sociedad en la que está inmersa, fiel reflejo de las tensiones políticas e ideológicas; que el exceso de burocracia va lastrando cada vez más el sereno trabajo de docentes e investigadores, y así sucesivamente. En fin, hay teorías, propuestas y profecías para todos los gustos sobre el siempre polémico asunto universitario.
Ciñéndonos al periodo que va desde los inicios del pasado siglo hasta nuestros días, la cuestión universitaria ha sido objeto de innumerables acercamientos críticos. Citemos tan solo los ensayos al respecto de Ortega y Gasset (Misión de la Universidad) y los numerosos escritos, reflexiones y discursos de Miguel de Unamuno. El problema universitario no es nuevo. Y si sigue siendo objeto de polémica es porque aún no se ha resuelto. Todo es cuestionable. Desde los sistemas de evaluación hasta el absentismo o desde el valor de la presencialidad en un mundo tan informatizado hasta la financiación, pasando por las salidas laborales que, a su vez, nos llevarían a las consideraciones de sesgo más pragmático sobre si determinadas titulaciones supuestamente obsoletas en el campo de las Humanidades sirven para algo.
Las últimas décadas han sido pródigas en medidas legislativas de distinto rango: leyes orgánicas, leyes autonómicas, órdenes ministeriales, normativas, y disposiciones de todo jaez han caído como martillazos sobre las cabezas rectoras y las espaldas de docentes, discentes y personal administrativo. En realidad, es la crisis de la educación en sus diferentes niveles la que está en juego. Parece como si los políticos quisieran modelar un nuevo tipo de sociedad a partir de atrevidas alternativas y novedosas estrategias de ingeniería social. Se comenzaría por la escuela como instrumento de igualdad y a partir de ahí se llegaría al concepto de alumno como agente del desarrollo sostenible. La coartada sería la búsqueda de una educación tolerante y equitativa. Pero si se priman los derechos más que las obligaciones, ¿dónde ha quedado el principio orteguiano de la universidad como motor de la historia europea en un mundo eminentemente globalizado?
La maldita burocracia es un mal tan generalizado que ni los agricultores se salvan de esa rémora, intimidados por el llamado cuaderno digital que pende sobre sus cabezas. En la universidad el exceso de papeleo lastra el trabajo docente e investigador. El nuevo rector Corchado prometió en la presentación de su programa aligerar la burocracia. Que así sea.
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