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Muchos somos quienes hemos recibido con perplejidad y tristeza la noticia de la clausura del emblemático restaurante El oso y el Madroño, todo un referente, plenamente consolidado tras casi cinco décadas como insignia gastronómica en Peñaranda de Bracamonte. Resulta inconcebible toparnos con este inesperado final: ha sido toda una vida de festejar, de reunirse, de celebrar acontecimientos gozosos en esas instalaciones con sabor a casa. Parecía haber existido siempre; de ahí esa sensación de incredulidad al vislumbrar el final, para la que no hay cura.
La sentencia ha resonado en el corazón igual que si se diera carpetazo a una parte de nosotros mismos. ¿Qué peñarandino no alberga recuerdos de momentos personales pasados entre sus paredes? ¿O infinidad de personas de localidades cercanas, que nos allegábamos a Peñaranda en numerosas ocasiones, especiales o no, para degustar la deliciosa cocina de El Oso y el Madroño? Solo su nombre ya despierta memorias guardadas que apelan a la emoción, instaladas en ese rincón del alma que no conoce destierros.
Aunque en puridad no saliésemos de nuestro entorno, la denominación de El oso y el Madroño, en su evocación de la capital del Reino, siempre dotaba a la visita al restaurante de un aura de estar recalando en un sitio que no tenía nada que envidiar a los de renombre en una gran ciudad, reforzada por el alto nivel de sus platos tradicionales castellanos y su selecta bodega, así como su gran servicio y profesionalidad, inmejorable relación calidad-precio y exquisita elaboración del excelente producto. Uno de esos icónicos establecimientos hosteleros que rezuman vida, que logran crear comunidad a su alrededor, sedes de esos banquetes en los que es tan relevante la vianda como la conversación y la vivencia compartida. Proyectos emprendedores que trascienden el mero negocio para difuminar sus líneas y acabar por conformar una familia.
Y a título personal, El Oso y el Madroño atesora el privilegio imborrable de ser el restaurante preferido de mi marido, Manolo, y donde por su elección comí con él poco antes de que el cáncer viniera a arrebatárnoslo. Hace unos días, en cuanto supe del cierre, reviví de nuevo ese momento con total lucidez, como el mejor epílogo y homenaje a este lugar inolvidable.
Algunas personas son el adiós que nunca podremos decir. Siempre quedan latiendo dentro el nexo de unión y la esperanza del reencuentro. Ojalá un día las puertas de El Oso y el Madroño vuelvan a abrirse como brazos, para acoger de nuevo instantes de felicidad como tantos que ayudaron a crear.
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