Cambios radicales en innumerables tradiciones ancestrales han venido espoleados de forma natural por la propia terquedad de los acontecimientos históricos, lo que no consiguieron décadas de debates, reivindicaciones y argumentación.
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El bienintencionado anhelo de laicos y mujeres por aumentar su implicación dentro de la Iglesia ha sido desde hace mucho tiempo un fenómeno creciente y cada vez más visible en la sociedad, que ha venido a converger finalmente con un delicado momento de lacerante carencia de vocaciones sacerdotales, cuyo fin aún no se vislumbra. La expansión de la educación entre la población y la democratización de los roles sociales más allá de las características personales son un caldo de cultivo propicio para que este deseo de participación de todos sea comprendido y apoyado como legítimo por la sociedad.
El obispo de la Diócesis salmantina, monseñor José Luis Retana, una persona valiosa con quien tuve el placer de compartir claustro de profesores, hacía recientemente un llamamiento público encaminado a generar el compromiso de toda la comunidad eclesial provincial en la labor pastoral, un paso por el que sin duda pasa el futuro de la Iglesia.
El panorama actual de una diócesis con apenas 60 sacerdotes en activo, con media de edad elevada, atendiendo más de 400 parroquias en núcleos poblacionales dispersos entre sí, obliga a activar el inmenso tesoro que es contar con tantos fieles de base dispuestos a dar un paso adelante y acudir a donde los pastores no llegan. Las celebraciones dominicales en ausencia de presbítero están admitidas en la Iglesia desde 1988 y son un recurso habitual en muchos municipios de la llamada España vaciada para que laicos mantengan abiertas las iglesias y lleven allí la lectura de la Palabra y la comunión sin consagración, o realicen responsos en entierros o tareas de catequesis, permitiendo que la comunidad se reúna con regularidad aunque el sacerdote vaya alternando sus visitas con otras parroquias. Cerrar el templo en un pequeño municipio incide en una suerte de su muerte, como cuando se clausura la escuela o el bar.
El papa se ha mostrado sensible a estas iniciativas, oficializándolas y reconociéndolas formalmente por primera vez, aunque llevasen tiempo previamente en ejecución en algunas zonas, por la fuerza mayor del simple apremio demográfico. La mies es mucha y los obreros pocos. Los tiempos están cambiando y las instituciones deben adaptarse a ellos, aunque acumulen en pos de sí una trayectoria dos veces milenaria.
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