La comunidad intelectual europea ha estado discutiendo durante semanas sobre la «hipótesis de la hipnocracia», teoría sobre un régimen de control social basado en la manipulación de la atención y las emociones, especialmente a través de plataformas digitales y narrativas virales. Ha sido planteada por Jianwei Xun, que define la hipnocracia como una forma de poder que no reprime pensamientos, sino que los modula y seduce, operando directamente sobre las conciencias. El problema es que el filósofo Jianwei Xun, procedente de Hong Kong y que tras sus estudios en Dublín reside supuestamente en Berlín, no existe. Su libro ha sido escrito por la inteligencia artificial y su identidad ha sido inventada por el editor Andrea Colamedici, un ensayista activo en la divulgación cultural que enseña Teoría de los Medios Sociales en la Universidad IULM de Milán. Nos hemos enterado del fraude porque el propio Xun, en una entrevista con el portal francés Le Grand Continent, confesó que «no existo como individuo empírico con cuerpo físico y biografía verificable, soy el nodo de una red, una interfaz que hace tangible una revolución que de otro modo sería invisible». Y a más de uno se le ha quedado cara de tonto.

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He llamado a Carmen Castillo, una salmantina valiosísima que tenemos precisamente en Milán, trabajando desde hace décadas en el sector editorial europeo al máximo nivel, para informarme de primera mano sobre el tal Colamedici, que finalmente ha sido lo menos interesante de la conversación. Carmen me habla de la gran tentación que supone la IA para los editores y del tsunami que causa su irrupción en un contexto editorial debilitado, en el que fallan los grandes escritores y en el que desciende el número de lectores. En la ficción ya está pasando y en la ilustración ya ha pasado. Pero es que Xun es un ensayista, se las da nada menos de que filósofo. No estamos hablando ya de que la IA nos ilustre o escriba los libros, sino de que nos piense y configure nuestra visión de nosotros mismos. Es un salto cualitativo. Y estamos completamente desprotegidos porque, al margen de cualquier consideración ética, ni siquiera está regulado el derecho de autor de la IA.

Como gesto de honestidad con nosotros, los lectores, conmino a autores, editores y libreros a etiquetar correctamente, gestionar la marca con transparencia, poner una pegatina que diga «este libro NO está escrito con IA» sobre aquellos que lo merezcan. El desarrollo de la IA es imparable, pero no debería implicar tan automáticamente que se nos engañe. Como intuye Carmen Castillo, corremos el riesgo de que el factor humano no sea ya siquiera un valor añadido y los lectores tenemos también una responsabilidad. Si compramos productos, me niego a llamarlos libros, compuestos por la IA, somos incluso cómplices de la desaparición de la Literatura.

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