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Rebosan vida esta semana los pueblos de Salamanca. Se agitan los fogones y los corazones, porque hay más gente en casa. El bar hace caja para todo el año y el cacho huerta da por fin el esperado fruto, que no es otro que ver disfrutar a los propios de la más entrañable cosecha.
No hay chef en el mundo que iguale el sabor de la sandía regada pacientemente por el abuelo para que merienden en agosto los nietos. Escuché una vez a David Muñoz decir que la cocina de las abuelas está sobrevalorada. Será la de la suya, pensé, no la de las nuestras.
Y los nietos, los destinatarios últimos de semejantes privilegios, disfrutan además estos días en los pueblos de una libertad soberana y embriagadora, la de correr por ahí por su cuenta y saborear la vida de verdad, la que no está sujeta a vigilancia ni a más leyes que las del cariño y el hambre.
Naturalmente, no me refiero a los pueblos alrededor de la capital, que son más bien dormitorios adyacentes, sino a los otros, a los que vuelven a vaciarse con los primeros fuegos artificiales de las Ferias y que concentran en este puente todas las emociones de las que irán tirando para salir adelante durante el duro invierno, como antaño de la matanza.
En estos otros pueblos, el grifo languidece hoy en las horas punta, porque no hay agua para todos. Hay cola en la panadería. En la iglesia no quedan bancos libres, porque verano a verano se repite el milagro por el que los descreídos capitalinos redescubren la Fe por corto espacio de tiempo.
Y el tradicional paseo al fresco, para bajar la cena, libera suavemente de la dictadura de los diez mil pasos diarios, sin reproches ni monsergas.
Los de fuera ejercen estos días, sin saberlo, un rol de polinización, sembrando sensaciones, ansias y desdichas que posteriormente, cuando se hayan ido, crecerán en forma de plantas que renueven la flora local, asegurando una biodiversidad de ideas y sentimientos necesaria para la supervivencia.
Pero todo esto sucede sin ser advertido, porque lo opaca todo la ruidosa uve de vendetta con la que los habitantes de la Salamanca vacía se resarcen, en este puente, del silencio en el que están atrapados el resto del año.
Es una uve desglosada en tres: la Virgen, la Verbena y la verónica que se marcan, en gozosa suerte, frente a la vaquilla de la despoblación. Esa despoblación lleva décadas siendo diagnosticada por las instituciones, pero nadie entra a matar. Ni siquiera hay forma de evaluar las políticas puestas en marcha desde distintas administraciones, sin coordinación ninguna, y los partidos siguen sin entender que no se trata de qué hay de lo mío, sino de una cuestión de Estado a resolver en conjunto.
Aprovechando que muchos políticos están también estos días en el pueblo, les invito a preguntar en la piscina, en la partida o en el futbito, cómo entrarle a ese toro.
Porque si por algo se caracteriza hasta ahora la precaria lucha contra la despoblación es que se lleva a cabo sin consultar a los más directamente afectados qué necesitan y cómo creen ellos que hay que enfocar el asunto.
Y habrá que mentalizarse, aceptar que el Estado tiene la responsabilidad de dotar de Sanidad, Educación e infraestructura digital a todo el territorio, que no puede haber ciudadanos de primera y de segunda dependiendo de dónde viven, pero también que el Estado sólo no puede con este fardo, sino que requiere de la colaboración de la iniciativa privada: empresas, cooperativas y asociaciones.
Hay ya mucho dinero y recursos puestos a disposición de los pueblos: Feader, FSE, Feder... Están los Grupos de Acción Local, que financian proyectos de todo tipo.
Y las Administraciones están lo suficientemente sensibilizadas. Ahora lo que falta es ponerse manos a la obra. Bueno, ahora no, mejor pasada la Virgen de agosto. Disfruten primero ustedes de estos días.
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