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En San Francisco ya es posible subirse a un taxi sin piloto y no veas qué vértigo. Tú ahí, en el asiento de atrás, aferrándote con todas tus fuerzas a la bolsita de shoping de Union Square e improvisando oraciones que no sabías que recordabas para implorar que no se corte la señal del satélite. Tienen ya licencia Waymo, hermana de Google, y Cruise, propiedad de General Motors, y piensas sobre la marcha a cuál de ellas encomendar tu destino mientras crece en tu interior la certeza sobre la banalidad de tu existencia: te estás jugando la vida por haber ido a comprarte la misma camiseta de Zara que podrías haberte agenciado tranquilamente en la Calle Toro. Sabes que esta tecnología ha llegado para quedarse, por eso te subes, aunque te duele horrores la pérdida de los taxistas de toda la vida, los auténticos, una especie que habría que proteger, con los que charlar durante el trayecto para conocer mejor la ciudad que estás explorando y de los que nunca obtendrás un mal consejo sobre dónde comer bien y barato. Es lo que hay y no queda otra que aceptarlo. Pero cuando el fantasmal vehículo que ha tomado el volante de tu propia vida enfila la pendiente de Lombard Street, ahí ya el vahído se transforma en arcada. Es peor que ese primer día en el que te sientas en el puesto de copiloto junto a tu hijo mayor, que acaba de sacarse el carnet, y os ponéis en carretera. Nunca sentiste el caucho menos pegado al asfalto ni la línea continua más debajo del faro izquierdo. Pues mucho peor en ese taxi sin conductor, en el que no puedes evitar sospechar que, atrapado e indefenso, la inteligencia que lo mueve podrían llevarte, si lo quisiera, hasta el mismísimo infierno.

Y peor todavía cuando vuelas de vuelta y aterrizas en la España que hemos perpetrado en las últimas elecciones, cuando le preguntas al taxista de verdad cómo va el crimen sin resolver de la formación de gobierno y te responde que ahora todo depende de Puigdemont. Hincas las uñas en la riñonera sobre tu regazo hasta dejar marcas en el pasaporte y recuerdas brevemente y con nostalgia la pendiente de Lombard Steet, que ahora te parece liviana y acogedora. Es lo que hay y no queda otra que aceptarlo, pero nunca se sintió el caucho democrático menos pegado a la Constitución y nunca fue la línea institucional menos continua. Y te preguntas qué ha sido de la política de centro, en la que se podía negociar dentro del marco legal vigente, una especie que habría que proteger. Pero el vahído se convierte en arcada, así que te ajustas el cinturón de seguridad y te concentras en la respiración. Hasta Nadia Calviño sabe que lo mejor ahora es salir de España, mientras los atrapados e indefensos se encomiendan a la Virgen para que la inteligencia que mueve el proceso, no los arrastre hasta el mismísimo infierno.

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