Todo apoyo institucional es poco para esa deliciosa regresión, en el más puro sentido freudiano, en la que Salamanca se sumerge cada mes de junio. Ojalá cronifique y arraigue, ojalá gane año a año en precisión y alcance, para ejercer un efecto mucho más profundo que el obvio beneficio para la hostelería y el comercio. Es mucho más que eso. Revivir el Siglo de Oro, como terapia regresiva, nos permite un estado alterado de conciencia desde el que observar situaciones profundamente escondidas en la mente colectiva de la ciudad para, desde esa plataforma, reconocer fortalezas y debilidades: superar traumas. Ojalá desaparezcan del desfile la zapatería contemporánea y los teléfonos móviles, para ganar en realismo. Ojalá se sumen más soldados a la recreación de los Tercios y resurja entre nosotros la honorabilidad que se les supuso. Uno de su más ilustres guerreros, Pedro Calderón de la Barca, dejó escrito en «Para vencer amor, querer vencerle» que el honor es «la cortesía, el buen trato, la verdad, la fineza, la lealtad, la bizarría, el crédito, la opinión, la constancia y la paciencia».
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Ojalá se agreguen a la comitiva personajes históricos a los que se puede atribuir, aunque sin pruebas periciales, su paso por Salamanca en aquel siglo prodigioso. El primero, Cervantes, que entre libro y libro de los más brillantes que diese a luz nuestra literatura se ganaban la vida como espía de la Corona. Acomplejante. No son pocos los historiadores que opinan que los tramos oscuros de la biografía del autor del Quijote obedecen a misiones encargadas por Felipe II en Argel, Lisboa, Orán e Italia. De la de Orán dio parte al rey en Cartagena y su información propició la victoria sobre el almirante turco Uluch Alí. Me es grato pensar que Cervantes vivió en Salamanca, en la «calle de Moros», que pasó por el Estudio, como creyó cierto más tarde Martín Fernández Navarrete, a falta de huellas que lo demuestren. Doña Blanca de los Ríos sostuvo también en «La España moderna» que, a su regreso de Portugal y después del cautiverio de Argel, Cervantes realizó dos cursos de Filosofía en Salamanca entre 1581 y 1583. De ahí las certeras alusiones en «El licenciado Vidriera» y «La tía fingida», de ahí que Salamanca constituyese un referente de fascinación cultural a lo largo de toda su obra.
En algún momento que no logro precisar, de esto tampoco hay pruebas fehacientes, Salamanca permaneció anclada en el espíritu de un tiempo, mientras el eje de rotación de la historia se desplazaba hacia otros focos de las Españas. Hoy sigo encontrando entre sus calles y claustros héroes cabales que luchan contra la violencia de género con la misma tenacidad con la que plantan batalla a la ciberdelincuencia; eruditos que igual te leen el Almagesto de Ptolomeo que te manejan un telescopio de última generación; científicos dignos de los Tercios, que avanzan en la conquista del cáncer y el alzheimer; artistas que igual vuelven del revés el diccionario como ponen una pica en Hollywood; directores capaces de montar conciertos de alto estándar europeo contando solamente con orquestas y coros de nivel amateur; leguleyos sin cuyo consejo el gobierno no es capaz de ir a negociar a Bruselas; incluso un entrenador de fútbol en cuyo imperio, en su momento, no se ponía el sol. Y sin embargo encuentro también una inexplicable frialdad con la que hace ya tiempo que España le da la espalda a Salamanca, negando a la ciudad las infraestructuras y comunicaciones necesarias para que ese potencial se proyecte al mundo; sometiéndola a castigo en el reparto de los presupuestos del Estado; incluso tratando de sustituirla como cuna de la enseñanza del español. Por eso cobra relevancia cada puntada en los talleres de confección del Siglo de Oro, por eso todo apoyo es poco al esfuerzo de recrear en nuestra conciencia la imagen de una Salamanca en el centro del mundo. Porque de lo que fuimos, somos. Y de lo que somos, seremos.
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