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Considero afortunados a quienes vibran con el fútbol hasta vencer la ley de la gravedad y elevarse por encima de la realidad, disfrutando a lo grande con determinada victoria o llorando derrotas amargas que igualmente les permiten olvidar por un rato lo que de verdad nos pasa.
A mí el fútbol no me hace efecto. Mis drogas son mucho más duras y tienden a abundar en los incontables planos de la realidad poliédrica, de modo que no me evaden, sino que me sumergen más aún en los verdaderos acontecimientos. Tengo que hacérmelo mirar, lo sé, pero es tan adictiva la existencia consciente y crítica que seguramente necesitaría ayuda profesional.
El último chute ha sido la Sexta de Mahler, sin anestesia. Dudamel dirigiendo sin partitura a la Filarmónica de Berlín en una abrumadora experiencia existencial de carácter profético. Es el sonido de la vida, y por tanto el de la muerte. Y de lo real. Retumban en la acústica impoluta de la sala los tambores de la guerra de Ucrania, a sólo un par de fronteras de aquí, y los timbales que anuncian la toma del Parlamento Europeo por partidos que desprecian los valores sobre los que se construyó Europa. Incluso me parece escuchar las zancadas de Puigdemont entrando de nuevo en España. Es atronador. Los rizos del director se mueven, prolongación de su cuerpo electrizado, y los maestros se funden en perfecta simbiosis con su batuta. El resultado es de una belleza brutal y de una verdad aplastante. La vorágine se lo lleva todo y las fugas permiten visumbrar el futuro que nos espera. Nuestro destino susurra en los dos primeros movimientos, pero ni siquiera el «Andante» suscita la recuperación, con su dicha melódica, porque la tensión sigue pulsando a nivel subcutáneo. Es la banda sonora del «continente tambaleante» de principios del siglo XX, un mundo de nervios tensos, superado por su propio desarrollo y ciego ante lo que ha de venir, tan parecido a este principio de siglo XXI. Una vez que es asediado el poder judicial, el martillo de madera cae sordamente al final, dos veces, y todo queda consumado. El público, herido, deja pasar largos segundos después de la última nota, antes de estallar en tumultuosos aplausos.
Tengo la sensación de haber estado conteniendo la respiración durante lo que dura la obra, que son ochenta minutos. Tengo la sensación de haber vivido, condensado en un instante, todo lo que ya ha sucedido y todo lo que está por suceder. Y el suelo bajo mis pies todavía tiembla camino a casa. Bandadas de futboleros con banderas nacionales pululan, festivos, por Berlín, que por momentos me recuerda a la del verano olímpico del 36. Pincharse Mahler en vena produce estos viajes.
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