Se oye muy a lo lejos, atronador pero muy al fondo, de manera que queda reducido a un murmullo estructural. No estorba, pero lo cambia todo. Es el sonido de la rueda de la historia, un estruendo con sordina que te permite seguir con lo que estás haciendo pero le da un vuelco a su significado. Son los engranajes, el infinito juego de ruedas dentadas, las ingentes y las minúsculas, que se engarzan unas con otras y ponen en movimiento el acontecer. Tan omnipresente como ostensible, todo lo apisona y desestructura mientras hace resurgir una nueva realidad todavía no palpable. ¿No lo escucha usted, querido lector? Yo he sido por primera vez consciente mientras Christian Thieleman dirigía a la Staatskapelle de Berlín, con la partitura «Elysium» de Samy Mousa, que data de 1984 pero sirve de actual banda sonora a este fin de ciclo. Se hace insoportable en los titulares, instituciones chapoteando en sus propias heces. No hay mucho que añadir, sino respirar profundo, concentrarse en contener el vómito. Pero torna en notas esperanzadoras si se mira con lupa, si se aprecia a todos esos ciudadanos atareados que sonríen y aprietan los dientes, haciendo lo que hay que hacer, tendiendo lazos y sinergias, dando forma a lo que ha de venir más pronto que tarde. También hacen historia quienes se ocupan de los salmantinos, uno de cada cinco, por debajo del umbral de la pobreza, quienes mantienen abierto el bar de un pueblo y quienes salen a la calle con un lazo rosa en la solapa. Quienes abren el negocio cada mañana o sostienen a los ancianos en una residencia también mueven esa gran rueda de la historia que suena como el desplazamiento de las placas tectónicas.
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¿Todavía no la oyen, cómo trasciende las fronteras? Es el rugir de los motores de los Saab JAS 39 Gripen de la Fuerza Aérea Sueca, sobrevolando el mar del Norte, en las maniobras nucleares de la OTAN. Es el ensordecedor despegue del Air Force One, tras la última visita de Biden a Europa. Son los aplausos de los lectores de Antonio Scurati, el biógrafo de Mussolini, vapuleado a derecha e izquierda. Es el silencio en las sinagogas y en las mezquitas. Y en las iglesias. Es el rumor de las hojas que caen desde las copas de los árboles, en este otoño dorado europeo, decadente y premonitorio. No es el eco de la resiliencia, no, sino el romper del surgimiento. No es la onomatopeya del progreso, sino el tañido del avanzar de los hechos. No es el fragor de una crisis migratoria, sino el estrépito de la crisis de abuso de un justo sistema de asilo. Los gritos de los que quedaron en el camino y la explosión de esperanza por los que en adelante atarán sus cuerpos al timón, para no perder el rumbo en el rugir de la tormenta.
¿Ahora ya lo sienten? ¿Por fin lo reconocen? Se escucha sólo remotamente, pero diáfano, en cierta forma aterrador. La eclosión de nuevos principios, el sinfín de acordes listos para una música inédita. Así suena el tiempo, que todo lo puede, «Así habló Zaratustra« y así se escuchó el mar cuando llegó a Salamanca, según Rodrigo Cortés. Así ronca la sociedad durmiente mientras la rueda de la historia gira. Así zumba la calculadora de la deuda pública, así chirría la máquina de hacer dinero basura a los dos lados del Atlántico. Así cayó el Imperio Romano, describe el economista John Rapley. Así cruje la madera del barco en el que navegamos hacia mares desconocidos, que no tienen por qué ser peores pero que se otean violentos. Así aúllan las olas de varios metros a proa. Así es como se compone la horrenda sinfonía de promesas rotas y mentiras públicas. Y así suena, al romperse, el frasco sellado que contiene los desenlaces. Hay que estar muy sordo para no percibir nada de todo esto.
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