Me he convertido en un ave exótica en los aeropuertos. Sin importar latitud o longitud, miles de pasajeros de las más diversas lenguas, nacionalidades y religiones tienen en común que facturan sus maletas, esperan tarjetas de embarque y ocupan su asiento en el avión conectados a una pantalla táctil. Enganchados, más bien. Yo, dando la nota, cargo con un libro. Seguramenta más enganchada que todos ellos. El último hace más visible mi extravagancia por su volúmen. Su editor asegura que lo pesó en la Thermomix y que suma más de un kilo. Y lo que me condena a acarrear tal mamotreto de país en país no es el carma, por haber hecho algo muy malo en una vida anterior, que yo sepa, sino mi fascinación por sumergirme en novelas históricas cuya acción transcurre en Salamanca. Aunque «El judío» retrate a mi Salamanca embarrada, recorrida por regatos de orines y poblada por ruines, bellacos e indginos, sigo leyendo sin poder evitarlo, atrapada por las endorfinas que libera mi cerebro al recrear esas rúas y plazuelas, tantas veces holladas por mis propios pies. Me desagrada cierto tufillo maniqueo, he de decir. Llevo cuatrocientas páginas y no ha salido un sólo cristiano medio buena persona, mientras los judíos son todo beatitud. Digo yo que habría de todo en todas partes. Y si comparamos entre el tolerante Enrique y la totalitaria Ysabel, retratada además como un títere en manos de su suegro, mujer tenía que ser, la ausencia de escala de grises resulta aún más llamativa. Pero son mil doscientas páginas, así que no pierdo la esperanza. Y que conste que siento respeto por todo aquel que se enfrenta a una página en blanco, pero por quien escribe sobre Salamanca lo que siento es puro agradecimiento. Sigo leyendo con voracidad, convencida de que todo aquello que ocurrió en nuestras calles, histórico e incluso novelado, nos implica y nos explica. Nos da forma, nos impronta con su sello y nos habla de nosotros mismos. Porque el pasado no prescribe y sigue vivo en nuestro futuro, así haya sido olvidado.

Publicidad

Lo he comprobado recientemente, cuando con mis compañeros y profesores he vuelto a pisar Salamanca para celebrar los treinta años de nuestra graduación en la Ponti y he retomado esas conversaciones, esas miradas y esas sonrisas como si fueran de anteayer. A pesar de las tres décadas, que se dice pronto, reconocí los mismos anhelos, las mismas complicidades y a la misma buena gente. Que sí, que habrá de todo como en todas partes, pero lo que yo contemplé fue un hermoso retablo plateresco, compuesto por las riquísimas ramificaciones en que se han multiplicado nuestras trayectorias, un armónico conjunto marcado por todo aquello que vivimos y aprendimos codo con codo, a la luz reflejada por la piedra de Villamayor y al abrigo de unos muros centenarios. Nada de aquello ha prescrito. Queda una profunda conexión en el alma. Somos lo que fuimos y probablemente seremos lo que somos. Sigue vivo cada paso que dimos, como los que dieron quienes nos antecedieron en Salamanca y de los que somos herederos.

No mucho después de graduarme, trabajando ya en el extranjero, volví a Salamanca en vacaciones de verano y coincidí con algún compañero de facultad en la manifestación por la liberación de Miguel Ángel Blanco. Toda Salamanca estuvo en la Plaza aquel 11 y sobre todo aquel 13 de julio. Todos quedamos marcados por aquellos dos tiros que ahora archiva la Audiencia Nacional para otros dos etarras, Antza y Rentería, como con Anboto, según leo en las noticias durante el escaso par de minutos que levanto la cabeza del libro. Un cierre en falso a ese capítulo de una historia que todos recordamos y que no, no prescribe, porque nos implica y nos explica. Nos da forma, nos impronta con su sello y nos habla de nosotros mismos. El pasado sigue vivo en nuestro futuro, así haya sido olvidado.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad