Hay tantos tipos de periodistas como periodistas. Esa es una de las grandezas de esta apasionante profesión, por otra parte amarrada a tantas miserias: que aquí cabe todo el mundo. Son tantos, tantos tipos, que a veces uno se avergüenza de exhibir en la tarjeta de visita ese apellido añadido y ortopédico, que se adquiere medio por voluntad propia, medio por azares del destino, y que, con el paso de los años, va pasando a cobrar carácter genético, con la misma o mayor fuerza que el ADN de los progenitores.

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Si fulanito o menganito son periodistas, yo, por mis propios principios, no debería serlo, he llegado a pensar, no sin cierta soberbia. Pero esta, como cualquier otra reflexión de periodista, sirve al día siguiente sólo para envolver pescado. Apenas se escribe el punto final del último párrafo, la atención cambia inevitablemente de frecuencia y el periodista se entrega a un nuevo foco. Sólo un cúmulo de reflexiones periodísticas, condensadas gota a gota, agregadas a lo largo de toda una carrera profesional y a menudo cuando el periodista no está ya en este mundo, ganan la calidad de discurso.

Requiere tiempo. Eso es así para todos los periodistas, sean del tipo que sean. Pero en lo que respecta a los corresponsales y atendiendo a lo que dicta mi experiencia de casi tres décadas, es posible dividirlos en dos únicas categorías bastante claras. Por una parte están los que yo denomino, corresponsales 'trampolín'.

Se distinguen por el hecho de que para ellos la corresponsalía no es un fin en sí mismo, sino una plataforma desde la que lanzarse a sus auténticos objetivos: desde el jovenzuelo de pedigrí reconocible al que pasean por dos o tres capitales internacionales, para que adquiera mundo, que hoy se dice curriculum, antes de enchufarlo en algún puesto directivo, hasta el que abandona su país huyendo, ya sea del paro, de las deudas, o de su exmujer, la casuística es amplia, he visto de todo, y se engancha a una corresponsalía como a una tabla de salvación, que abandona, por supuesto, a la mínima oportunidad.

Estos son corresponsales de paso.

Y luego están los corresponsales que yo denomino, de 'pico y pala', entre los que me encuentro. En este caso, la profesión va por dentro. Este corresponsal ejerce casi siempre en precario y a tiempo completo, en el sentido de que nunca descansa. Si acaso contempla su carrera profesional, es como una carrera de fondo, como un maratón. Asume que, para evitar la superficialidad y el prejuicio, es necesario convivir con los aborígenes y se caracteriza por el hábito incansable, inasequible al desaliento, de contar historias que, artículo a artículo, lleven al lector de la mano a profundizar en la realidad del país asignado.

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Se parece más a un sacerdocio que a un trabajo, aunque, pueden creerme: se trabaja de lo lindo. Y a esta segunda categoría pertenecía también José María Carrascal. Si le rindo este pequeño homenaje es por temor a que, en los consabidos obituarios, prevalezcan sus vistosas corbatas sobre su acervo y aportación. Carrascal fue mucho más que sus corbatas.

A lo largo de décadas de pico y pala y asentados en corresponsalías a uno y otro lado del Atlántico, sus textos cobraron el rango de discurso influyente y legaron a sus sucesores una herencia nada despreciable, de tesón y de humildad.

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Demostró que conocer a fondo los países de destino es un camino sorprendentemente corto para conocer el propio, porque desde el punto de vista exterior siempre se gana una perspectiva de la que desde dentro se carece.

Carrascal ha fallecido preocupado por la fuga hacia los extremos «de las sociedades liberales». Mencionó en su último artículo a La Latina y se refirió con lucidez a la diferencia entre ser una persona de su tiempo y pertenecer a la historia. Y termino con una frase también suya: «es el esfuerzo personal el que crea la riqueza en las personas y en los pueblos». Que Carrascal fuese periodista anima a estampar ese apodo en la propia tarjeta de visita.

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