La palabra guerra tiene su origen en el término germánico antiguo werra, que significa pelea o discordia. Esta raíz germánica llegó al latín vulgar como guerra y, de ahí, se incorporó a las lenguas romances, como el español. Lo cierto es que en latín clásico existía la palabra bellum para referirse a la guerra, pero en español predominó el término de origen germánico, quizá por la influencia histórica de los pueblos germánicos en Europa tras la caída del Imperio Romano. Recurro a la etimología siguiendo el consejo de Tolkien, que tras la evolución y los fonemas de cada palabra intuía todo un universo de significado, cuando llego hasta la última de las acepciones del diccionario y sigo insatisfecha, cuando la palabra no agota su propio alcance, como es el caso de la palabra guerra. Ahora que Europa se rearma a marchas forzadas, ahora que la guerra resurge, desde su condición de término de lengua muerta que fue durante décadas, para instalarse en nuestro vocabulario activo, y por tanto en nuestra realidad reconocida, no puedo evitar darle vueltas y más vueltas a la palabra. Y por más vueltas que le doy, no encuentro indicios de que la guerra sea una fuerza imparable antes de precipitar el desatarse, una especie de devenir inevitable. Pensar la guerra, pensarla a tiempo, debería servir para evitarla. Los tiempos son importantes. El presidente del Gobierno debería haber hablado con la oposición antes de ir a Bruselas a tomar postura sobre las nuevas exigencias de la ayuda a Ucrania y sobre la defensa europea, porque hay asuntos de tal magnitud que no basta con el gobierno, y mucho menos con uno tan precario como este, sino que es necesario el consenso de Estado de todas las grandes fuerzas políticas. Ha decidido hacerlo después, esta semana entrante, y porque no le queda otra. Menos da una piedra, y nada me alegra más, hablando en términos democráticos. Lo que ocurre es que tampoco es suficiente con eso. Trasladar el eje de rotación de la política europea y volcar hacia la defensa el peso presupuestario, por muy necesario y sin alternativa que se presente, debe pasar por un debate parlamentario. Hay que hablarlo y hablarlo en público. Y si los grandes partidos están de acuerdo en convertir a Europa en una potencia armamentística, lo tendrán que defender en el Congreso de los Diputados, para que podamos escucharlo con todos sus detalles. Tendrán que darnos explicaciones: de dónde va a salir el dinero y de dónde van a salir los soldados. Porque yo no entiendo mucho de la guerra, pero sí intuyo que a la guerra van siempre los mismos. En Europa se está hablando de 300.000 soldados y habrá que ponerles nombre y apellido. También se habla de decenas de miles de drones que hay que desplegar a lo largo del flanco oriental de la OTAN. Muchos de ellos serán drones dotados con inteligencia artificial, capaces de tomar decisiones de matar, de los que se han estado probando en la guerra de Ucrania, y tendremos que saber cómo están programados porque también son responsabilidad nuestra. Estas cosas se hablan. Y se argumentan. El argumento que más escucho en Europa es que no hay opción: pobre me parece. Y también se repite a toda hora que la traición de Trump puede convertirse en una oportunidad para Europa. No sé yo. ¿Esto es todo lo que puede hacer el cuerpo diplomático europeo, lanzarnos en brazos de la industria del armamento?, Yo quiero un Europa fuerte, pero la fuerza no reside a menudo en las armas, sino en los argumentos y las convicciones. Quiero una Europa libre y en paz. Y la palabra paz proviene del latín pax, que significa «acuerdo», «armonía» o «tratado», de la raíz indoeuropea pak-, que significa «estabilizar». Ojalá Sánchez y Feijóo tengan a mano el jueves un diccionario, para ver que pax, en la antigua Roma, era ausencia de conflictos, concordia social y política. La paz empieza en casa.
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