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Calcular los daños de los aranceles de Trump en millones de euros ofrece solamente una visión miope de lo que está pasando. Es como si se nos obligase a pagar por cruzar la Plaza Mayor a los salmantinos: podríamos calcular cuánto nos costaría al año, a quién le costaría más, pero no llegaríamos así al fondo del asunto, a la sustracción de derechos, capacidades e identidad. Seguir dopando a la economía con un «escudo empresarial», como el que anuncia el gobierno, resultará más dañino a la salud de la economía que el anterior «escudo social». ¡Ojalá fuera todo tan sencillo y se pudiesen arreglar todos los problemas exprimiendo más y más la ubre del Estado! Pero este problema es de mucho mayor calado, corroe no solamente nuestra economía, sino nuestro futuro y nuestra identidad. Nuestro lugar en el mundo. Hasta ahora éramos Occidente, pero sin Estados Unidos no estamos muy seguros de lo que somos. Algunos repetimos: somos europeos, pero incluso eso ya no significa lo mismo. Y ahí es a dónde voy.
El proyecto histórico de la Unión Europea se enfrenta a una prueba existencial. Sin la defensa estadounidense somos un caramelito para las ambiciones rusas y sin el libre comercio con Estados Unidos no se nos ocurre otra cosa que mirar a China, cuando cambiar a Trump por Xi Jinping equivale a cambiar peste por cólera. La nueva situación ataca con tal certeza a lo más profundo de nuestra identidad que incluso estamos renunciando de hecho a nuestro sistema de toma de decisiones: la unanimidad, que se había vuelto un obstáculo para maniobrar a tiempo, ha sido sustituida durante la guerra en Ucrania por coaliciones de voluntarios, que han logrado llevar la ayuda humanitaria, financiera y militar a Kiev mucho más lejos de lo que permitían los hombres que Putin ha infiltrado en las estructuras de la UE, fundamentalmente los jefes de gobierno de Hungría y Eslovaquia. Pero la película no ha terminado todavía.
La influencia prorrusa avanza a través de partidos extremistas y antisistema en toda Europa. Alternativa para Alemania (AfD) ya ha empatado este fin de semana en las encuestas con el centro derecha, por ejemplo. Todo apunta a que en un futuro no muy lejano esa táctica de las coaliciones de voluntarios puede empezar a jugar en contra de la UE, sirviendo para llevar a cabo desde dentro políticas contrarias a los valores fundacionales. Ese día habrá muerto la UE, que es sin duda el mayor tesoro de nuestro patrimonio político.
Así pues, lacerada y humillada, Europa tiene ante sí un calvario comercial y geoestratégico. Los europeos, los discípulos de este proyecto de libertad y bienestar, que debían ser los primeros en defenderla, huyen y reniegan de ella, confundidos por la propaganda prorrusa y despavoridos por la deriva política de sus gobiernos nacionales, que a menudo es vomitiva. Trump y Putin son los Pilatos y Caifás de una historia de la que, definitivamente, no saldremos más fuertes. Ni más libres ni más prósperos. De hecho, no sabemos ni cómo ni por dónde vamos a salir. Lo que suceda en Ucrania a continuación demostrará si en el futuro podremos siquiera confiar en el principio de integridad territorial, elemento central del derecho internacional moderno. Si la agresión rusa no tiene consecuencias para el agresor, si su víctima se ve obligada incluso a renunciar a territorio, como sugiere la actual postura de Trump, la señal será devastadora para Europa, abocada al via crucis.
Por eso, en la cumbre de la semana pasada, los jefes de gobierno europeos han dado carta de legitimidad al rearme masivo y contrarreloj. Para 2030, Europa debería ser capaz de repeler de forma independiente un posible ataque ruso, pero eso me lleva a pensar que, si los servicios de inteligencia tienen razón sobre las intenciones de Putin, el Kremlin adelantará la fecha. ¿O acaso es estala guerra de Gila, en la que nos avisamos de los plazos y salimos más fuertes a base de paguitas?
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